Recurrí a un ritual
ancestral que consistía en descolgar los cuadros, pero mediante el caldo invoqué
a una figura semihumana. Ésta me susurró al oído con su hocico puntiagudo que
me lo merecía.
«No habrá pastillas para la tos
simulada, ni supositorios para curar los dedos que se cayeron.»
Era un dios antropófago.
Ignoré sus susurros y me
gritó en la cara que el despiste provocó la muerte por tumefacción.
Era un dios miomorfo.
Se escondía en las
chaquetas y las convencía de que no había salvación. En aquella partitura seca
cambió las corcheas por las fotos de mi muerte.
Era él disfrazado.
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