¿Qué pasaría si le dieran un lápiz a un desequilibrado mental?

sábado, 29 de diciembre de 2012

El banco y las señoras


En este banco estaban sentadas unas enormes señoras, que con su peso rompieron el banco. Su despistados y enjutos maridos no se percataron de la caída porque admiraban a unas quinceañeras que con sus ceñidas ropas se insinuaban ante los viejos verdes. Después de varios alaridos de orco los viejos salieron de su embelesamiento y haciendo palanca con los tablones del respaldo lograron poner en pie a sus señoras. Luego tuvieron que salir por piernas, porque una masa enfervorecida los seguía señalándolos y riéndose. 

sábado, 22 de diciembre de 2012

Trágico final del bufón Lubber Das


A Jeroen Anthoniszoon Van Aeken

Sólo había saludado a una monja utilizando un viejo truco de ventriloquía con mi miembro; quedó sorprendida, intentando interiorizar la biblia.
Buscaste una respuesta en mi interior y la libertad en forma de flor te escupió en la cara.
Pobre Lubber Das, sólo querías hacer reír.
Sólo orinaste en el vino de comunión, ¿Cómo se enteró del cambio de sabor antes de dar la misa?
Pobre Lubber Das, sólo querías hacer reír.
Pensabas recibir un mensaje divino con ese embudo y recibiste mi alegre grito que hizo estremecerte ¿te parece poco?
Sigue escarbando mi cabeza el tiempo que quieras, sólo encontrarás jardines repletos de enchufes abonados con medias de rejilla y que comienzan a florecer.
Pobre Lubber Das, sólo querías hacer reír.
No se dan cuenta quien es el loco.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Instrucciones de uso externo


1.- Inserte la pieza A en la B.
2.- Lamente la pérdida.
A.- La pieza B2 nunca entrará en la CX.
27.- Insista.

¡Los extraños! ¡Los extraños! Traerán las desgracias dobladitas o todas las restas darán el mismo resultado.

3a.- Compre un taco y olvídese de pagar.
c.- Lamente la compra, o en su defecto vuelva a lamentar la pérdida.
9.- Sáltese los dos siguientes pasos.
8.- Desenrosque la base y apóyela en el pliegue.
7.- Llame al número que le apetezca y exija una explicación inmediatamente.
12.- Retuerza, apriete, extraiga, flexione, atornille, despegue (cuidado con el techo y su cabeza al despegar).
IV.- El cono d no se estirará, lo hará en cambio, y cuantas veces quiera, el D.
XIIa.- Desespérese y pida ayuda a un especialista.

Se retorcerán a la espera de los que cargan las tumbas, serán menos felices; entonces, sin esperar un segundo se calzarán el sexo de los muertos.

F.- Susurre algo inconexo u ofensivo a las piezas que sobren.
-3.- Admire el resultado aunque este le parezca ridículo (Usted también lo es).

sábado, 1 de diciembre de 2012

Testificación de la santa nalgada


a Max Ernst

Los golpes que llamaron la atención de los tres señores olían a carne resucitada.
¿Quién te dio permiso para andar sobre las aguas?
Admiraban los señores la santa maestría de la nalgada oblicua.
¿Quién te dio permiso para curar a los enfermos?
La aureola sonó a alambre orinado, a céntimo saltarín o a carcajada con óxido.
¿Quién te dio permiso para multiplicar la comida?
Aplauso de los testigos. Brindis de vino. Repartición de bocadillos. Ovación y festejo.
¿Quién te dio permiso? ¡A tu cuarto!
…¿por qué me has abandonado?

sábado, 24 de noviembre de 2012

I


Vienen saltando de barranco en barranco
los muertos,
que a pesar de escribir sus nombres
con mi orina;
danzan con su baile de piernas y brazos.
¡Ventrilocuos!
Vendrá solo, con el bigote lleno
de vulvas
cantando una melodía bifónica
llena de enchufes flotantes.
Harán de ellos volteretas,
trompas, violines, ceniceros.
¡Ventrílocuos!
Traerá una docena de bailarinas rusas
en su maleta desvencijada,
traerá contratos
que sugieres poros
como los rezos a cobro revertido.
¡Ventrilocuos!

sábado, 17 de noviembre de 2012

Las señoras no eran esbirros, pero ellas sabían el final.


Cuando los dos policías llegaron al cementerio casi todos se habían ido, sólo había una persona que bailaba moviendo los brazos en todas las direcciones. El cuerpo ya había sido sepultado y rezado, aunque sin querer se habían dejado una mano detrás que hacía un corte de manga.
- ¿Quién es usted? – preguntó furioso uno de los policías.
- ¿Habla usted mi idioma?  - insistió el otro al ver que aquel hombre seguía bailando sin inmutarse.
- Este tío está sordo.
- Veras como ahora responde. – dijo mientras sacaba una pistola y le pegaba un disparo en el entrecejo - ¿Has visto?
- ¿Por qué le has disparado?
- Bueno, volvamos a lo nuestro… Debemos abrir la lápida, quizás eso esclarezca cosas sobre el caso.
- Pero si lo acaban de enterrar.
- ¿Quién es aquí el comandante?
- Querrá decir comisario…
- Quiero decir lo que me sale de mis cojones, así que a cavar, Rodríguez.
- Vale, pero no se enfurezca.
El delgaducho policía comenzó a cavar, y fue después de media hora cuando el comisario lo interrumpió.
- ¡Mira que eres inútil! ¿No ves que son nichos?
- Pero si ha sido usted el que…
- A callar y a picar, venga.
Con martillo y cincel comenzó a romper el nicho al que todavía no le habían puesto una lápida decente. No pasó mucho tiempo cuando se empezó a ver la madera del ataúd. El policía, obligado por el comisario, tuvo que arrastrar la caja, después de colocar el montacargas preparado para subirlas. El comisario se subió a las escaleras del montacargas y asomó la cabeza para ver el interior de la caja que acababa de abrir su subordinado.
- ¿Lo ve? – indicó el comisario - Pusieron su cadáver haciendo que sus rodillas tocaran sus orejas. Una posición severamente ridícula.
- ¿Y todo para qué, señor?
- ¿Pues para que va a ser? Como motivo de burla, o mejor dicho, de…
- ¿Humillación?
- Si, - contestó a la vez que le propinaba un cogotazo – pero no me interrumpas.
- Aquí no hay nada.
- ¿Te parece poco que lo hayan querido humillar?
- ¿Qué es esto? – preguntó el policía al ver un hilo que se introducía en uno de los bolsillos de la chaqueta y que salía del ataúd perdiéndose a lo lejos.
- Vamos a seguirlo.
Los dos siguieron aquella extraña cuerda que llegaba hasta el otro rincón del cementerio, encontrándose por el camino varios mejillones con plumas atados al cordón. El otro extremo se situaba en el bolsillo de un señor muerto que yacía en el suelo, el cual vestía sólo con una chaqueta de lentejuelas azules; éste sostenía unas cartulinas. Al alongarse los dos el cadáver, éste abrió los ojos y señalándolos dijo:
- La primera pregunta: ¿Cuántas levitas aparecieron en la obra representada de Enrique Gaspar?
- 3
- Correcto.
- Segunda pregunta: ¿Cuántos desmayos tuvieron sentido para la trama o línea argumental?
- Dos.
- Incorrecto. La respuesta era ninguna, ya que extrañamente no hubo ninguno.
- Esa me la sabía yo señor.
- Cállate, porque te arreo.
- Última pregunta y ya la decisiva. Ponemos en juego la tarjeta con la pista que les llevará a descubrir al asesino y un fin de semana romántico para dos personas en la Costa brava. Vamos, ¿Están preparados?
- Si, si.
- Tercera y última pregunta: Si los calamares rebozados escupen albóndigas de tuercas, ¿cómo será una almendra voladora que huyó sin conocer a sus padres y que además llevaba un Cristo con cuernos en su corazón?
- Alargada y con puntas de navaja en los extremos.
- Incorrecto; la respuesta correcta sería “Alargada y con puntas de navaja en el centro”.
- Esa también la sabía, señor.
- ¡Qué te calles! – exclamó el comisario dándole una colleja que resonó en todo el cementerio.
- No se preocupen queridos participantes, si abonan su ropa, les daré otra oportunidad.
- ¿Nos arriesgamos, señor?
- Pues claro, inútil. Venga, comienza a desnudarte.
- Vamos allá, pregunta extra: ¿Cómo se tituló la primera novela de escritor asesinado?
- Época de ventilación (Espacio de imitaciones).
- Correcto. Aquí tienen el vale para un fin de semana romántico para dos personas en la costa brava. Espero que se lo hayan pasado bien, y a ustedes queridos espectadores, los espero en el próximo asesinato.
- ¡Oiga! Señor, se olvida de la pista.
- Que despiste, aquí la tienen. – dijo el presentador muerto al meterse dos dedos en el ano, de dónde sacaba un papelito lentamente.
- ¿Qué es esto? – preguntó el comisario.
- Parece una dirección.
- Ya lo sé, imbécil. Seguro que es la dirección del asesino, vayamos sin demora. ¡Vamos al Cop-movil!
- ¿…al qué?
- Al coche patrulla quería decir.
Policía y comisario corrieron hacia la salida del cementerio, mientras tarareaban una animosa canción. Iban completamente desnudos, excepto el comisario que había conseguido salvar su placa y que llevaba clavada con un imperdible en el pezón izquierdo.
Al salir del campo santo, unas viejas viendo semejante cuadro, gritaron espantadas y les comenzaron a propinar bastonazos; sin embargo ellos no pararon de correr y tararear hasta que llegaron al coche patrulla. Una de las viejas saltó encima del capó justo cuando arrancaron el coche, pero con un astuto derrape se libraron de ella.
Las otras viejas seguían corriendo detrás con gran esfuerzo y alzando unos bastonazos. Una de ellas pegó un salto y seguidamente escucharon un estruendo en el techo del coche, que se aboyó con la forma de unos pies. En ningún momento dejaron de tararear, ni siquiera cuando vieron como las otras viejas se enganchaban a la parte trasera del coche con sus bastones. El comisario comenzó a maniobrar, dando frenazos, derrapes y conduciendo a gran velocidad, pero las señoras hacían gestos obscenos y enseñaban unos dentaduras postizas amarillas.
Al subordinado no le quedó otro remedio que sacar medio cuerpo por la ventanilla y comenzar a disparar. La que estaba en el techo comenzó a mirarlo desafiante enseñándole los dientes sucios y echándole un vaho putrefacto, pero él, sin dilación sostuvo el revólver y le pegó un tiro entre las cejas. Al mirar hacia atrás vio como una de las viejas se estaba subiendo al maletero, rápidamente con un disparo que le dio en el brazo, la dejó aturdida y dolorida, provocando su caída en la carretera, haciendo que comenzara a rodar. Sólo quedaba una que seguía enganchada al guardafangos del coche y que se movía en las curvas de un lado hacia otro. Intentó dispararle en la cabeza, pero todos los disparos fueron fallidos, así que optó por dispararle al bastón, rompiéndolo y provocando que la señora también cayera a la carretera, librándose así por fin de la última.

sábado, 3 de noviembre de 2012

La última procesión de la virgen de la cucaracha


Avanzaba en un crujir
de correas, pistones
y engranajes;
a su paso
los niños de caras encordadas
pedían su ración
de tierra.
Movía sus antenas
como una construcción continua
de chalanas
llenas de túneles,
erizos y coronas.
Bajo su manto,
cosido con las pieles de las viejas,
adornado con dientes,
se esconden los secretos
que pueden ocultar
las escamas, las cornetas
y el cilantro.
Continúa su camino,
acicalada, recién
salida de los escondrijos
más húmedos, más oscuros,
acompañada de los fieles
que lamían el licor
que dejaba como un rastro tras de sí.
Si tuviera alas,
si le crecieran alas,
en su morena espalda,
unas alas angulosas,
saldría volando;
orinaría a todos desde el cielo,
pero no podía
por eso seguía su camino hacia el mar.
Se hundía en ella,
se fundía con ella
para no volver jamás.

sábado, 27 de octubre de 2012

Un final conocido por las tripas huidizas.


Todo apuntaba a un continuo desdentarse durante el despunte del día, pero tú me acusaste únicamente porque ellos aporrearon a tu madre.
Es por eso que deseo matarte.

Sin embargo, tanto tú como yo, sabíamos que era una impostora, una ventosa solidificada en un soliloquio político.
Es por eso que deseo matarme.

Sólo te puse como condición venir orinada, y viniste deshilachada, con el estómago como una bolsa abierta de cebollas.
Es por eso que deseo matarte.

Me hice y me deshice el sexo al verte como una mariposa muerta, como una legumbre viva, como calzoncillo carnívoro, como un zapato inyectado…
Es por eso que deseo matarme.

Conoces que igual que yo perdiste la ruta, olvidaste llevarte la puerta al salir o simplemente tirar de la cadena para que múltiples piernas se fueran por el desagüe. 
Es por eso que deseo matarte.

sábado, 20 de octubre de 2012

Yo lo preveía

Una cena mal planeada, así comenzó todo. A pesar de que el programa del banquete contaba con castillos hinchables, maquilladores que pintarían las caras de los invitados, imitando a sus personajes fantásticos preferidos, momento karaoke, entre otras actividades, nada salió como se esperaba en un principio.
A parte de olvidar contratar al payaso y al mago, la reunión que había organizado el conocido pintor italoespañol Federico Federigi había terminado con la muerte de Enrique Alcabia, siendo asesinado por una puñalada en la espalda mientras soltaba su discurso sobre su último libro, titulado Diario de un vendedor de ropa usada.
Nadie supo quien había sido el autor de dicha muerte, y por si fuera poco, todos retenían aun la última frase del asesinado:
 - ¡Qué alguien quite el pollo del horno! – para después caer desplomado, no sin antes realizar una pirueta de danza clásica.
A modo de ofrenda, muchos que pasaron por allí vomitaron, orinaron y defecaron encima del cadáver. Algunos amigos, comenzaron a masturbarse, pero la policía interrumpió sus actos onanísticos para intentar investigar quien había sido el autor de dicho estropicio.
Al entrar la policía en el restaurante todos intentaron disimular cogiendo el cadáver y realizando un truco de ventriloquía, haciendo parecer que seguía vivo.
- ¿Qué tal, señores policías? – le hicieron decir.
Todo parecía salir bien, pero los gusanos delataron pronto la farsa. Muchos intentaron, sin demasiado éxito, convencer a los guardias del orden que en realidad estaba durmiendo debido a la cantidad de droga que había consumido.
Pasados unos minutos llegó la ambulancia, cuando vieron que se trataba de un muerto se volvieron a ir con la escusa de que ya no tenía remedio. A la policía, después de lanzar merchandising entre los invitados, no le quedó otro remedio que llevarse el cadáver; el cual fue sustituido por una vaca con una equis en el lomo debido a temas del decoro.
A pesar de que la fiesta continuó, y todos estaban ilusionados por sus placas de juguete, sus camisas, sus gorras, sus porras y sus penes de plástico de la marca COPS, nada fue como antes. La gente bailaba a desgana, moviendo el cuerpo al ritmo de la música, pero con el rostro cabizbajo. Enrique Alcabia había estropeado la fabulosa fiesta, y por ello todos se acordaban de su pobre madre, que ahora lloraba la muerte de su hijo sin saber que había muerto.
En la comisaría todos se sacaron fotos con el muerto, al principio era divertido tenerlo por allí, pues le hacían peinados estrafalarios, le bajaban los pantalones, le tiraban de los calzoncillos por detrás, lo ponían de cúbito supino… y él nunca se quejaba. Pero pronto comenzó a oler mal, y le pasaron el cadáver a la benemérita para que decidiera que hacer con él, después de sacarse fotos y hacerle alguna que otra perrería, lo devolvieron a la comisaría. Éstos se volvieron a fotografiar con el cuerpo, que ya estaba empezando a descomponerse, y lo iban a devolver a la guardia civil, cuando uno de los policías tuvo una idea genial. No lo dijo, ni siquiera después de las diferentes torturas que le impusieron sus amigos.
Sin embargo, a otro guardia de la ley se le ocurrió otra brillante idea. Entre varios policías cogieron el cuerpo y se dirigieron a una funeraria, allí tocaron el timbre y salieron corriendo. La funeraria decidió enterrarlo, no sin antes realizar una sesión fotográfica con toda la plantilla, destinada a un calendario de desnudos para sacar fondos para un viaje.
El entierro de Enrique Alcabia fue un entierro multitudinario, vino gente de todas las partes del mundo. A pesar de que Federico Federigi quería organizarlo, nadie le dejó por miedo a que hubiera otra muerte. Esta vez si se contrató a un payaso que hacía las funciones de mago; además de una orquesta, se resucitó para la ocasión a Enrique Gaspar que dirigió una de sus mejores obras de teatro, La levita. La gente aplaudía durante toda la obra, a pesar de que no escuchase nada, porque aquello era humor fino y teatro exquisito.
Al ver a Enrique Alcabia desnudo y lleno de almendras clavadas con imperdibles, sentado en una columna jónica, su madre comprendió porque había llorado tanto. Toda su familia se enteró en ese momento que Enrique Alcabia había muerto y todos lloraron al ritmo del pasodoble que tocaba la orquesta contratada.
Los familiares del difunto que no se esperaban la muerte, tuvieron rápidamente que pensar en una forma de convidar a todos los asistentes al entierro; así que lanzaron kilos y kilos de aceitunas de todas las clases. Al no tener nada que ofrecer para beber, repartieron el agua de las aceitunas en vasos de llaves. Poco a poco, la gente, que ya estaba comida y bebida se fue marchando bailando la conga, algunos rezagados se quedaron detrás manteando el cuerpo sin vida, pero no tardaron en cansarse y acabaron marchándose a sus casas.

sábado, 6 de octubre de 2012

Letanía de los muertos no enterrados


¿Cementerio?
aquí no hay cementerio,
cementerio;
los muertos se van a la mal
por los huesos
insultaban,
insultaban,
insultaban,
insultaban,
aunque alguien quisiera
callarlos.

Era el instrumento hecho de costillas,
acompañado por gritos ahogados,
mientras las tripas,
se zambullían,
las vísceras
saltaban haciendo complicadas piruetas,
los pellejos
se deslizaban sobre la espuma.

¿Cementerio?
aquí no hay cementerio,
cementerio
los muertos se van a la mar
porque los huesos
flotaban,
flotaban,
flotaban,
flotaban,
aunque las señoras gritaran
a la hora de comer.

Era el instrumento hecho de costillas,
acompañado por gritos ahogados,
mientras las uñas
bailaban con escamas confusas,
los ojos
se arañaban en las rocas,
los dientes 
tocaban fondo.

…y es que aquí no hay cementerio,
la mar, simplemente, se traga
lo que es suyo.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Bultos ciegos en las yemas


Los reflejos de unas vísperas
con calabazas atómicas
esperan los kilómetros
de unas garras.

El niño atentamente distraído
sabe desenterrar
a muertos que ocupan su eternidad
leyendo a Miguel de Mañana.

Para los días que empato
con los de un lechón
haciendo la comunión
ya no sé si coserme las amígdalas otra vez.

Bebe de su vino
y le dan a entender que es Cristo,
pero no resucita,
ni en la salsa de setas.

Todos saben, incluso él,
que el señor que calla
a los hoyos
merece una calavera en sus molares.

La lectura no fue agradable,
una mala traducción para invidentes;
acabó girando sus pulgares
en el cosquilleo de diminutos golpes de tambor.

sábado, 15 de septiembre de 2012

¡nê!

A Javier Izquierdo Reyes

Para su último libro Enrique Alcabia decidió visitar a Augusto Andrade, un presidiario condenado a cadena perpetua por haber matado a más de treinta personas y que recibía tratamiento psiquiátrico.
- Tranquilo, no se preocupe –intentó relajarle el carcelero, a pesar de que éste no mostraba signos de preocupación–, es inofensivo si sigue estas pequeñas indicaciones –comenzó a enumerar ayudándose con los dedos de la mano–: Primero, al final de cada intervención añada la coletilla “nê”; segundo, no le nombre “al señor de gabardina que fuma por en pipa”, a pesar de que le pregunte por él; y tercero, no cometa el error de decir su nombre. ¿Lo ha entendido?
- Sí, muchas gracias.
- Pues entonces, acompáñeme. 
- Veo, que se ha fijado. Sí, soy yo. Aunque no acostumbro a hacerlo, le firmaré un autógrafo si lo desea.
- ¿Qué dice?
- Sí, soy Enrique Alcabia.
- No lo conozco.
- Sí, el catedrático y gran literato.
- Lo siento, no me suena.
- Me estoy regodeando con el populacho desde el primer momento. Ya noto la inspiración, adiós a los años de sequía –susurró para sí.
- ¿Perdón?
- Nada, nada.
- Bueno, acompáñeme.
El carcelero se metió por un pasillo oscuro, mientras Enrique Alcabia lo seguía. Abrió una puerta que descubrió una pequeña habitación llena de fregonas, escobillones y muchos productos de limpieza.
- ¿No es precioso? –preguntó el carcelero.
- ¿Pero qué es esto?
- Un cuarto de limpieza.
- Pero yo quería ver a Augusto Andrade.
- Tranquilo, relájese, el preso no se escapará, está encerrado. Admire esta belleza, observe como los palos de los escobillones, perfectamente alineados, esperan a ser sostenidos por unas manos firmes y comenzar a barrer. Mire esos paños que esperan ser empapados en lejía. ¿No le dan ganas de masturbarse?
- Quiero ver a Augusto Andrade.
- Para ser escritor y catedrático aprecia muy poco la belleza cuando la tiene delante. A ver, venga –dijo mientras salía del cuarto–. Su celda está por allí, es la número 5681. Aquí tiene la llave, no se olvide de cerrar, que si no se nos escapa.
- ¿No me va a acompañar?
- No. Es muy modosito, no se preocupe; no le lleve la contraria y lo tendrá todo solucionado -le comentaba ya de espaldas.
Siguió las indicaciones del carcelero hasta que vio la celda que llevaba en un cartel el número 5681 hecho con fideos.
- ¿Le gusta? –le preguntó un hombre de gran estatura con un pelo a medio rapar, una enorme cicatriz en el lado derecho de la mejilla y unas cicatrices de cortes en los brazos–. Lo he hecho yo. 
- Sí, es muy bonito.
- Entre, entre… ¿Le han dado la llave?
- Sí.
- ¿Ha sido el señor de gabardina que fuma en pipa?
- No, no, ha sido el carcelero.
- Será necio, encima no tiene gusto para vestirse. Bueno -dijo cambiando de tono–, le han dado la llave, ¿no?
- Sí.
- Pues abra, ¿a qué espera? ¡Siéntese! –exclamó al ver que entraba y se quedaba de pie–. ¿En qué puedo ayudarle?
- Pues resulta que yo estoy escribiendo un libro que se titula Diario de un vendedor de ropa usada, y para inspirarme un poco quería hablar con usted.
- ¿Conmigo? ¿Por qué? ¿Qué tengo yo de inspirador? –preguntó algo ruborizado–. El señor de gabardina que fuma por pipa tendrá muchas más cosas que contar que yo.
- Bueno usted es muy conocido por sus… ya sabe.
- ¿Por mis qué?
- Pues sus… ya sabe, sus asesinatos.
- Pero, ¿qué dice? Eso es una leyenda urbana. ¿Se cree usted realmente lo de los 30 muertos?
- Hombre, salió en las noticias y en el periódico, y está usted aquí.
- Ya ve usted como son los rumores, empieza todo con un insulto cariñoso, pero luego van diciendo que has pegado a alguien y al final acabas metido en estos fregados.
- Entonces, ¿usted no ha matado a nadie?
- …por cierto, ¿el carcelero le ha dicho algo del “nê”?
- Sí.
- ¡Mierda! ¿Y lo dice ahora? Se me ha olvidado por completo. Bueno esta vez lo pasaré por alto, porque yo también me he despistado, pero utilícelo a partir de ahora.
- Oiga, pero usted está esquivando mis preguntas. ¿Ha matado o no ha matado a alguien?
- ¡No ha utilizado el “nê”! ¡Se lo dije! ¡Se me había olvidado, pero luego se lo dije! ¡Se lo dije! –exclamó levantándose, dando un golpe en la mesa y comenzando a gritar–. Utilícelo a partir de ahora, por favor –dijo completamente relajado.
- Vale, nê.
- Así me gusta.
- ¿Y usted no utiliza el nê? Nê
- No, y no rechiste porque me vuelvo a cabrear, ¿eh?
- Vale, vale. Ahora dígame, ¿mató o no mató usted a esas personas? Nê
- Le voy a explicar, el gran problema es nuestro sentimiento de superioridad, nos sentimos individualmente superiores con el resto de nuestros congéneres, pero también nos sentimos superiores como raza, e incluso como especie. Sin embargo, no somos otra cosa que una plaga, estamos en el último rango con respecto a las demás especies que habitan el planeta; las ratas o las cucarachas, a las que detestamos, están en un escalafón superior. Somos escoria, incluido usted y yo.
- No sé muy bien a qué viene esto, pero estoy completamente en desacuerdo con usted, los humanos hemos hecho muchas cosas buenas.
- Nada más lejos de la realidad, nosotros no hacemos cosas buenas, si hacemos algo es para sentirnos bien con nosotros mismos, como un acto masturbatorio, todo lo hacemos por este principio. Incluso, voy más allá, los buenos actos son en realidad falsos buenos actos. Le explico: cuando ayudamos a nuestros semejantes hacemos que nuestra plaga sea más estable, mientras que cuando la ayuda no va dirigida a nuestros congéneres no es otra cosa que una enmendación de errores.
- Es usted un poco nihilista y misántropo, pero el ser humano ha conseguido desarrollar cosas buenas, como la literatura. No sé si se lo he dicho, pero yo soy escritor. Nê.
- Sí, lo conozco, Enrique Alcabia, he leído cosas suyas, y como escritor es usted una basura. Le diré incluso que la literatura, sobre todo en su caso, es un método masturbatorio.
- Oiga, que yo he recibido muchos premios. Nê.
- Se me olvidaba como catedrático también es usted una basura. 
- ¿Me está faltando? ¿A mí? Yo que he venido con la mejor intención del mundo, intentando acercarme a los menos favorecidos, y así me lo paga.
- ¡No ha dicho Nê! – comenzó a gritar enfurecido - Usted ha estado toda su vida en una burbuja escribiendo sus pulcras novelas, y ahora viene con su áurea figura a evangelizar al populacho, pero usted no sabe que ese dorado que reluce no es sino una cascara de chatarra. ¡Basura!
- ¡Insolente! ¡Desvergonzado!
- ¡No ha dicho Nê! – gritó rojo de furia – ¿Sabe qué le digo? Pronto me darán la condicional y lo mataré, juro que lo mataré. No me importa volver a la cárcel, pero lo mataré –lo agarró del cuello de la chaqueta y lo acerco a su cara, para luego soltarlo de un empujón al suelo–. ¿Me ha oído? Lo mataré.
Enrique Alcabia se había quedado petrificado en el suelo mientras Augusto Andrade daba golpes y rompía todo a su paso, hasta que un muchacho de barba apareció de la nada paseando pensativo con las manos detrás de la espalda. Al ver al asustadizo escritor sentado en el suelo lo saludó alegremente:
- ¡Hola!
- ¿Quién es usted?
- "La cuestión aquí, si es que su ego le ha dejado escuchar alguna palabra ajena, no es quién soy yo, sino quién es usted. La Kábala nos lleva siglos señalando que “no hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo”, y tengo enfrente a la prueba viviente de que no sólo llega, en efecto, a serlo, sino de que es capaz de olvidar que lo es sepultándose bajo un montón de convenciones y etiquetas prestigiosas. Él, al fin y al cabo, no ha hecho más que glosar su pertenencia a una especie vanidosa que dibuja el mundo como una pirámide en cuyo vértice superior tiene la indecencia, al menos en Occidente, de ubicarse –piense en el Génesis, pero piense también en Darwin: por doquier la ciencia y la religión proyectan el complejo de ombligo del ser humano. Le explicó entonces cómo la tendencia humana a la egolatría se proyecta incluso en su relación con sus congéneres y, para ello, deconstruyó casi derrideanamente nuestros conceptos de solidaridad, caridad y demás subespecies de lo que se nos ha mostrado como la mano perfecta para nuestro onanismo mental. Usted ha sido el eslabón final de su reflexión, como concreción, al fin y al cabo, en su doble manifestación, particular y arcaica, de catedrático y literato, de lo más execrable del ser humano. Ni se le ocurra decir una palabra, aún no he acabado: cierre esa boca y baje ese dedo. Estamos en una cárcel-psiquiátrico: aquí todos hemos sido ya juzgados y sentenciados; usted, simplemente, está recibiendo su veredicto. Ha sido declarado culpable de orgullo, soberbia y vanidad, de petulancia y estrechez mental, de jactancia y egolatría. Vive como pseudointelectual al servicio de un sistema injusto que perpetúa para su propio beneficio –un intelectual orgánico, como diría Gramsci-, y cuyas imposturas ha tomado como un catecismo que día a día se empecina en transmitir. Si tuviese usted la mitad de las capacidades y virtudes de las que presume, hace tiempo que se hubiese planteado que la cultura no es más que un conjunto de discursos que un grupo de privilegiados ha pactado como lo más representativo de una comunidad, y que, por lo tanto, está plagada de los desequilibrios e injusticias. Usted ha elegido ser parte de ese conjunto de privilegiados para continuar cometiendo las mismas injusticias y perpetuando los mismos desequilibrios y, lo que es aún peor, decidió, además, hacer arte, y generar escritos sobre los que otros privilegiados como usted pontificarán para convertirlo en un autor canónico, en un ejemplo a seguir para los demás. Obsérvese por un momento, sin embargo. Su renuencia a decir Nê al final de cada frase, tomándolo, al fin y al cabo, como un rasgo más de locura y alienación de su interlocutor, muestra a las claras la falta de sensibilidad lingüística y humana de un pseudointelectual incapaz, en su ceguera, de observar el cambio que su uso produce en todo el sistema lingüístico y, por lo tanto, en toda una cosmovisión; imposibilitado, en suma, para jugar y contemplar cómo el juego es capaz de desmitificar y derruir el mundo para edificar un mundo nuevo en donde aquellos que olvidaron el canto, como lo llamaría Keyes, puedan volver a cantar. Es usted quien merecería estar en esa celda con una hilera de cortes en sus brazos y no él. Aunque, bien pensado, podría ser peor: podría haber usted captado desde hace mucho tiempo todo cuanto le he dicho y, sin embargo, haber hecho caso omiso en aras de resguardar sus queridos galones de adalid de la cultura. En ese caso, merecería usted, sencillamente, que le arrancase poco a poco cada centímetro de su carne entre profundas vaharadas de opio hasta que acabe muriendo, tras horas de agonía, sin poder más que esbozar una tímida sonrisa de felicidad en medio de un dolor indeciblemente inenarrable –lo recorrió con una mirada de desdén-. Espero que le hayan servido de algo mis palabras. Si no, en su próxima novela, ensayo o artículo, ahórquese usted en una T o empálese en alguna I,  como usted escoja, y déjenos en paz. Adiós… -se alejó con una sonrisa entre burlona e indignada mientras sacudía la cabeza de un lado a otro." *

* Izquierdo Reyes, Javier, Conversaciones con Iván W. Kuia y otros intelectuales, El columpio Ediciones, Guargacho (Tenerife), 2003.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Mi experiencia paterna era acorde con las normas preestablecidas.


Cómo buen padre cuidé de una sandía papillera hasta su adolescencia.
Como buen carroñero intentó sacarme los ojos una vez dejó de necesitarme.
No la dejé, y por ello fui juzgado por el señor de gabardina.
Pernocté en los acordes disonantes de una mala canción hasta completar mi etapa larvaria.
Luego me enteré que mi antigua mascota había enviudado; cómo era de prever no le di mi más sentido pésame.
No la llamé, y por ello fui juzgado por el señor de gabardina.
Vino volando otra vez hacia mí acompañada de una orquesta de viento y percusión.
Había aprendido una extraña danza con la que pretendía extraerme los pulmones.
No la besé, y por ello fui juzgado por el señor de gabardina.
Así que con su ayuda la corté en tajadas hechas en proporción del tamaño de cada instrumento.
Todos comimos, cantamos y reímos a costa de mi descendencia.

sábado, 25 de agosto de 2012

Balada del pescador con el cubo vacio


Sigue pescando
pescador insaciable
rompe el reloj contra la quilla de tu barco;
sigue esperando
que piquen
las piezas de lavabos olvidados,
los viejos calzoncillos acartonados,
el vello púbico de una muchacha virgen,
lo demás no vale nada.

Sigue pescando
pescador insaciable
deja que las lenguas salgan de las grietas de tu rosto
sigue esperando
que piquen
los Cristos que dejaron de ser hombres santos,
las cortinas de dedos cosidos por señoras,
las plataneras rumbrientas que tuvieron esposos extranjeros,
lo demás no vale nada.

sábado, 18 de agosto de 2012

La prueba del paciente K3e-5681 no resultó satisfactoria

La gallina que ponía huevos flotantes construyó una escalera de huesos; éstos pertenecían a aquellos que habían medido en palmadas al menos uno de mis fémures.
Ya las últimas chuletas, esquivando los picotazos, subían reptando sobre los peldaños óseos.
Entre los huesos astillados unas pelusas que me resultaban familiares animaban en agudísimos gritos ininteligibles.
La velocidad con la que mi ropa se deslizó hasta la escalera era equivalente al número de muertos dividido por sus huesos más el peso neto de la gallina.
Desde el final de la escalera, que no se veía, se escuchaba el jolgorio producido por el encuentro.
Eran ahora mis pelos los que en juguetones saltos la fintaban provocando una trémula nube de plumas.
Tan desnuda como yo, la gallina me miraba fijamente con ojos de trenes saliendo a toda máquina por dos túneles.
En mi turno de esquivarla me llevé tales picotazos que acabaron con mis pies; esta pérdida de equilibrio me llevó a besar el suelo.
Después de todo no era tan mala, pues con sus plumas cosidas tapó mis miembros inexistentes.

sábado, 4 de agosto de 2012

¿Era el cuerpo real o era un muñeco?

A Jacobo García Martín y Álvaro E. Vento Acosta 


Tres muchachos discutían en una pequeña cafetería donde una señora atendía a los cafés con leche que pedía un señor que salía del local para volver a entrar y volver a pedir otro.
- En mi funeral tendré que ser yo quien tapie la entrada de mi nicho. – decía uno de los muchachos.
- ¿Nichos? ¡Odio los nichos!
- Yo también los odio, pero si no tengo dinero para contratar a alguien para que me lo tapie, no puedo pretender tener una tumba con monumento.
- Pues a mí que me entierren en un mausoleo para mí solo, odiaría estar rodeado de gente para toda la eternidad.
- ¡Eso no pega con la estética de la ciudad! – gritó el que hasta ahora había permanecido callado.
- ¿Dónde han enterrado a Enrique Alcabia?
- Pues todavía lo andan paseando por la ciudad junto a gigantes y cabezudos.
- Pero según tenía entendido lo habían enterrado ya.
- Sí, pero lo desenterraron otra vez un grupo de contorsionistas.
- ¿Y no se ha descompuesto?
- Eso es lo más misterioso, sigue como si estuviera dormido. Completamente incorrupto.
De repente una puerta, que nadie sabía que existía, se abrió dentro del local, de ella salió un hombre que interrumpió al señor de los café con leche para pedirse un cortado, luego interrumpió a los muchachos:
- ¿Ustedes han visto a Elsa Lanchester?
- Va a salir en el siguiente capítulo.
- ¿Qué pinta Elsa Lanchester en el siguiente capítulo?
- Hombre, Enrique Alcabia como un monigote, Frankenstein…
- Sigo sin ver la relación.
- ¡Bueno muchachos! – exclamó el hombre – Me vuelvo a 1993. ¡Oh, no! Ahí vienen los niños de la secta.
- The children of the sect. – gritó una voz en off.
- ¿Y el cortado? – gritó la dependienta - ¡Este maldito señor del 93 siempre me hace lo mismo.
Casi al instante un grupo de niños comenzaron a golpear el cristal y a hacer muecas a los muchachos; uno de ellos intentó mediar con una de los pequeños, quien parecía la jefa del grupo.
- ¡Hola!
- ¡Hola! Somos los niños de la secta.
- The children of the sect. – volvió a gritar la voz en off.
- ¿Qué hacen por aquí?
- Venimos en busca de Enrique Alcabia, nuestros adultos nos han mandado a buscarlo, lo elevaremos a la mínima potencia para luego llevarlo debajo de la lengua. Nuestro sumo sacerdote dice que nos volveríamos invencibles.
- Pero Enrique Alcabia está enterrado.
- No lo está, lo sabemos; además, sabemos que pasará en breve por aquí.
La niña no terminó de pronunciar la frase cuando unos tambores comenzaron a sonar al final de la calle, pronto asomaron los primeros gigantes y cabezudos, malabaristas, equilibristas, funambulistas, periodistas, y demás personajes del circo tradicional.
- ¡Allí está! – gritó uno de los niños de la secta.
- The children of the sect. – gritaba por tercera vez la voz en off.
En el centro de la pintoresca procesión se veía a Enrique Alcabia enganchado en un complicadísimo aparato lleno de engranajes, cadenas y cuerdas, la niña que parecía mandar entre los demás niños de la… señaló al cadáver y al instante los demás niños salieron corriendo en estampida hacia aquel alegre pasacalles. Los payasos fueron atacados, los trapecistas mordidos, los trompetistas escupidos…
Finalmente los niños de la secta se hicieron con el cadáver incorrupto, después de vapulear a la pobre banda circense, llevándoselo en volandas, zarandeándolo por el camino como si fuera un monigote.
Pasaron varios segundos y apareció otra procesión en contra dirección a la anterior llena de curas, monjas y beatas, estaba liderada por el obispo que en calzoncillos gritaba:
- ¡Enrique Alcabia debe ser santificado!
- ¡Luchemos por él! – gritaba una señora.
- ¡Crucifiquémoslo! ¡Qué no se lo lleven esos herejes! – gritaban voces inconcretas.
Viendo que habían llegado tarde, pararon todos en seco y después de algún que otro quejido y suspiro lastimero se fueron a la iglesia más próxima.
- ¿Y ahora todo esto quien lo limpia? – le preguntó una señora bajita y gorda a los tres muchachos, que habían salido a ver el altercado.
- ¿Qué dice señora? – preguntó el de actitud más brusca.
- Mira como me han dejado la acera, y la calle y los coches, tendré que barrer yo, porque si no, no sé quien lo hará.
La señora se fue barriendo con un escobillón que nadie sabía de donde se había sacado, mientras que con el palo golpeaba a todo aquel que se le pusiera delante y le impidiera seguir realizando su tarea.

sábado, 28 de julio de 2012

Canto panorámico del fluido anquilosador




Aquella chalana portuguesa
 utilizaba como pandullo
las cabezas cortadas de todos los alcaldes.
Nadie sabía
que entre las astillas vivían pescadores jóvenes;
estos habían engordado antes de aprender
a llenar el cubo de salemas.

…seguían besando el suelo,
interrumpuendo sus acciones cotidianas
como cada día
en el atardecer;
ella se removía de placer
al ser roída por todos.

Aquella chalana portuguesa
utilizaba como engodo
una doncella desnuda amarrada por las piernas;
intentaba atraer a los meros encapuchados.
Nadie sabía que no era virgen
pero todos los hombres con los que estuvo
acabaron devorados.

…seguían besando el suelo,
inevitablemente tenían que hacerlo;
pocos podían salir corriendo,
pero estos estarían toda su vida
con dolores de estómago
si no recaían.

sábado, 21 de julio de 2012

La comparación no era el peor de los males


Era la hora de los visitantes. Entraron entre empujones y gritos como si el día de mañana estuviese sobrevalorado.
¡Nadie conoce a nadie! – gritaba sólo con la intención de espantarlos.
Me vieron. Se calmaron. Se acercaron. Tocaron mis muñones. Ninguno quería decir la relación entre el hombre con cara felina y el de gabardina. Escribían el nombre de sus amantes rodeados con un corazón en el muslo que ya no tenía.
¡Nadie conoce a nadie! – susurraba sólo con la intención de infundirles piedad.
Era todo una fiesta a mi costa, ellos reían junto a mis miembros invisibles. Allí estaba él, de cuclillas a mi lado, sonriendo, mientras sostenía la cachimba en la mano. Entonces fui yo el que reía a pesar de que ellos habían parado ya.
…porque nadie conoce a nadie, ni siquiera a los que vienen con tarjeta de invitación.

sábado, 7 de julio de 2012

Moscas como baúles y a veces como órganos


Corría a velocidad dimensional, mientras un Cristo desclavado perseguía ansioso mis pasos.
Abriendo una puerta, intentó detenerme el hombre de 1993.
Varias copias mías paseaban por el mismo parque sin inmutarse ante mi huida.
Los tres clavos mataron a tres de mis réplicas y la cruz atontó a uno; puede que de ahí vengan los problemas.
Encogiendo el riñón pude esquivar la corona de espinas.
Cuando pensé que me alcanzaba mis pies comenzaron a crecer desde la almohada; por una trampilla o una colcha volví sudoroso a mi habitación.

sábado, 30 de junio de 2012

La reunión católica.


Una vez al mes como mínimo, Victoria organizaba una fiesta, pero no una fiesta cualquiera, era de carácter católico y la organizaba en la iglesia de su pueblo. Hablaba con el párroco, gran conocido por ella, quien también estaba invitado a la fiesta, cumpliendo la labor de moderador; allí, en la casa del señor, se organizaba aquella reunión. Aunque suene poco común se hacían siempre por la noche, por lo privado de la ceremonia, sólo unos pocos podían asistir a ella.
Todos los preparativos estaban ultimados, y pronto comenzarían a llegar los invitados, quienes serían recibidos en primer lugar por el cura; entre los asistentes no había ni una sola mujer, todos eran hombres que comprendían edades entre los 16 y los 30 años. Victoria esperaba en el altar mientras los invitados pasaban por una pequeña prueba antes de entrar en la capilla. Todos se pusieron en fila y al ponerse enfrente del párroco tenían que desprenderse de sus ropas y dárselas a un monaguillo que colocaba cuidadosamente en unas estanterías preparadas para tal función. El cura se agachaba delante de ellos y con un metro medía los miembros de los invitados; para pasar la prueba era necesario que estuvieran en erección y además sobrepasar como mínimo los 18 centímetros. Aquel que no superara la prueba, sería echado a empujones, ni siquiera le devolvían la ropa; fueron varios los que tuvieron que abandonar cabizbajos la iglesia. A los que superaban satisfactoriamente la cata, se les daba un apretón en el pene y se le rociaba con agua bendita, luego eran invitados a continuar.
El primero en pasar fue un muchacho flaco que apenas alcanzaba los 18 años, con una enorme timidez dio los primeros pasos, al alzar la vista hacia el fondo pudo observar a Victoria tumbada en el altar. Llevaba los labios pintados de un rojo intenso, vestía un conjunto de ropa interior rojo y negro, con unas medias de encaje y unos zapatos de tacón a juego con el resto de la ligera indumentaria.
El muchacho casi a punto de la taquicardia, pero aun así completamente excitado, muy lentamente fue acercándose a ella, quien lo invitaba con una sonrisa nada inocente. Ella rondaba los 40 años, y a pesar de haber tenido dos hijos nada se le había descolocado de su sitio, sus pechos seguían siendo redondos, sus muslos y sus nalgas aun lucían firmes y apretados.
Cuando el muchacho comenzó a subir los escalones del púlpito, ella bajó, y arrodillándose ante él agarró su miembro, que probablemente superaba los 20 centímetros, y comenzó a masturbarlo suavemente. Él no dejaba de temblar, quizás por el frío de la húmeda iglesia o quizás por los nervios que le provocaba ella. Muy pronto comenzaron a entrar uno a uno más hombres que se unían en coro alrededor de ella; tocaban con desesperación la zona que podían, algunos privilegiados llegaban a agarrarle los pechos, los muslos, la espalda, mientras otros se conformaban con el pelo o los zapatos. No tardaron mucho en destrozarle salvajemente la poca ropa que llevaba, dejándola completamente desnuda, sin embargo ella no se inmutaba, seguía masturbando a aquel joven inseguro. Muchos comenzaron a tocar su sexo, otros intentaban lamerlo metiendo la cabeza entre las manos, otros se dedicaban a intentar estrujar sus pechos, pellizcar sus pezones, apretar sus nalgas; mil manos se peleaban por tocarla sin que ella prestara atención a los magreos.
De buenas a primeras, y sin que el muchacho se lo esperara introdujo su falo en la boca y comenzó a realizarle una felación, nadie se explico cómo más de 20 centímetros entraron enteros hasta su garganta. Mientras, el cura y los monaguillos conocían bien su función,  provistos de látigos azotaban a todo aquel que intentara sobrepasarse antes de tiempo; por el momento sólo podían tocarla, o como mucho lamerla.
Otro falo, este más pequeño, arriesgándose a llevarse un latigazo, se acercó a la cara de ella; sin embargo recibió también los goces de su boca, quedando el otro en segundo plano, aunque no por mucho rato, pues al ponerse de pie le susurró al muchacho al oído:
- ¡Fóllame!
Decidido, ya sin temblar, la apoyó sobre el altar, alejándola de todos aquellos que intentaban rozarla o lamerla. Con el culo en pompa y desde atrás comenzó a penetrarla, mientras ella jadeaba fuertemente abriendo la boca. Un falo aprovechando la apertura de sus labios, se subió al altar poniéndose de pie sobre él y se introdujo dentro de ella, comenzó a buscar su atragantamiento.
La virgen miraba desconsolada aquella estampa sin poder siquiera acariciarse la entrepierna ante una imagen tan excitante. Unas lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas y unos rugidos a madera comenzaron a escucharse en el fondo de la figura, pero nadie lo escuchó; todos estaban concentrados en su tórrida tarea.
Muchos se subieron encima del altar y utilizaban el pelo de Victoria para rozarlo contra sus falos. El párroco cogió a dos de los hombres que no encontraban hueco, obligó a uno a que le lamieran el ano de aquella mujer que estaba en pleno orgasmo, mientras que el otro lamería la vagina; a pesar de sus reticencias por tener que lamer tan cerca del joven que no paraba de embestirla violentamente, fueron castigados con el látigo hasta que no les quedó más remedio que acceder. El muchacho agarraba firmemente sus pechos, mientras los demás se dedicaban a golpearla con sus penes erectos esperando su turno para satisfacerla. Pronto el muchacho fue retirado y se le dio la oportunidad a otro para que la penetrara, igualmente fue sustituido el que ocupaba su boca.
Estaban esperando aquel momento, muy pronto tenía que pasar, siempre ocurría; uno de los hombres se había acercado al ano de ella con intención de penetrarla; solamente le dio tiempo a apoyar su glande contra el estrecho agujero de Victoria, pues el cura se acercó y sacando un cuchillo le cercenó el pene, solamente pronunció:
- ¡Zona prohibida!
Salió gritando de la iglesia dejando un reguero de sangre a su paso, pero nadie se inmutó; era algo que ya se había advertido desde el principio, él se lo había buscado. El cura regó con la sangre del pene mutilado a los asistentes, mientras ellos se la extendían a ella por todo el cuerpo.
Llegado el momento, el cura con ayuda de los monaguillos por medio de poleas y engranajes bajó un Cristo crucificado; cuando le quitó la tela que cubría sus partes se descubrió un extraño mecanismo. Por uno de los muslos sobre salía una pequeña pestaña de hierro, al retirarla un enorme falo de madera sobresalió de entre las piernas cruzadas de Jesús. Entonces, ayudada por los dos monaguillos fue subida a la cruz y poco a poco la dejaron descender hasta que el dildo de madera se enterró completamente dentro de ella, apoyándose en un pequeño soporte donde también descansaban los pies de Jesús. Gracias a unas argollas instaladas a los laterales ella subía y bajaba, dándose así placer con el santísimo consolador.
Los dos monaguillos arrastraron unos enormes soportes con escalones que pusieron a los extremos, estos ponían a los hombre con el pene a la altura de su cara; de dos en dos, cada uno por una plataforma fueron subieron y eyaculando encima de Victoria y de Cristo. Cuando subieron los últimos ella ya estaba completamente empapada en la simiente de todos aquellos hombres, sin embargo ella no paraba de fornicarse a Cristo.
Pronto no tuvo más remedio que bajar, ya que los curas le hicieron una señal que significaba que pronto amanecería y comenzarían a llegar las señoras en busca de la paz con Dios. Al bajar ayudada ahora por unas monjas que habían salido de detrás de la capilla, comenzaron a lamerla tragándose así todo el semen que llevaba encima, otras viendo que no había espacio para meter su cabeza entre las otras, se subieron a las plataformas y comenzaron a lamer a Cristo. Las demás fueron a por la sangre derramada, poniéndose de rodillas y lamiendo el suelo con entusiasmo. Todo quedó limpio para la misa de por la mañana.

sábado, 16 de junio de 2012

Huída con retrovisor sobre indecisión profusa


Vi en la tierra como
sobresalían los hocicos de cachorros
que aullaban.


¡Ojalá se pudran!
pero sólo los miembros,
no quiero que sufran.


¡La esponja! ¡La esponja!


La niña
de cabeza de laúdes
trasquilaba a los perros auxiliados
mientras mostraba una sonrisa
de teclas.


¡Ojalá se pudra!
pero que primero se le caigan los dientes,
no quiero que sufra.


¡La esponja! ¡La esponja!


Intentando golpearme, las viejas enlutadas
que enamoran a barrenderos,
lanzan las patas cercenadas
de los animales enterrados.


¡Qué se pudran!
pero que primero se queden calvas,
no quiero que sufran.


¡La esponja! ¡La esponja!


Llevaré en los bolsillos de mis hombros
un colmillo y una tecla fresca,
y así no olvidaré
que en las astillas de las chalanas
nacen los cubiertos que buscan las retinas.


Me arrancaré los labios
para quitar esta tierra que se incrusta.

sábado, 2 de junio de 2012

Interrupciones ciclónicas que buscan el tormento


Me almidono los ojos y así me concentro.
El remolino arrollador interrumpió mi tarea programada de escribir runas en la pared.
Los huevos fritos abofetearon mi cara, dejando una estela de arena de playa desvirgada.
Me almidono los ojos y así me concentro.
Se volvieron palomas y en un gesto de amabilidad se arrancaron la cabeza a modo de saludo.
Una rueda de bicicleta, varias lonchas de salchichón, unas cholas de meter por el dedo, un tubo de escape, un gato pelado por cien soldados deshonrados; todos golpearon mi sien.
Me almidono los ojos y así me concentro.
Ella, la muchacha de vientre cocido también volaba girando, escarranchada. Con su sexo engominó mi cabeza.
Yo seguí con las ecuaciones de nombres propios, pertenecientes a gente asesinada por las esquinas de naranjas. Las fechas se sobreponían.
Me almidono los ojos y así me concentro. 

sábado, 19 de mayo de 2012

La larga lista de espera en la charca del señor


“Así es que un día, fatigado de marcar el paso en el sendero abrupto del viaje terrestre, y de andar tambaleándome como un ebrio a través de las catacumbas oscuras de la vida, alcé lentamente mis ojos spleenizados, que cercaban sendos círculos azulinos, hacia la concavidad del firmamento, y me atreví a escudriñar, yo tan joven, los misterios del cielo.”
Los cantos de Maldoror (Canto II: 8), Conde de Lautréamont. 


Comenzó a ascender hacia el reino de los cielos, su rostro mostraba la felicidad de haber llevado una vida enteramente cristiana. Al atravesar una nube, noto el olor pútrido de unas aguas encharcadas; justo al notar en la coronilla el líquido viscoso, sintió que algo no iba bien.
En el lago se quedó flotando con el resto de cuerpos, esperando el momento. Se preguntaba si aquello era el infierno, se preguntaba que había hecho para haber acabado allí, flotando en las aguas fétidas del cielo. 
Mentalmente comenzó a enumerar sus buenas acciones: iba a misa todos los domingos, rezaba por todos sus congéneres, ayudaba a quien podía, daba los buenos días a todo aquel con quien se cruzara, no engañó nunca a su esposa, a quien quiso hasta el final de sus días, colaboraba…
Sin esperárselo, notó como una pezuña le atravesaba el pecho y lo elevaba, sacándolo del agua empozada. Siguió diciendo sus buenas obras, pero el olor nauseabundo hizo que su voz no se oyera.
Tenía enfrente al Señor, sentado en un trono de excrementos y sosteniendo un báculo de fémures; tenía enfrente al mismísimo Dios, a quien había rezado todas las noches pidiéndole únicamente salud. Una sonrisa de dientes podridos abofeteó su cara, el ruido del olor no dejaba que se oyeran sus lamentos; pero el que siempre había sido dueño de su vida le mandó un pensamiento «¡Cálmate! Eres mío, siempre has sido mío, por eso me voy a alimentar te ti».
Con la uña del otro pie levemente rozó un pene, que tenía la apariencia de un minúsculo colgajo arrugado por el agua; por ahí lo atravesó y como si se tratara de una brocheta comenzó a comérselo desde la cabeza, hasta tragárselo completamente, casi sin masticar.
Sin embargo, no había saciado su hambre, por lo que apuntó con la afilada uña de su pie derecho y ensartó esta vez a un obispo que se reía en el más tremuloso silencio.
El señor conocía el motivo de sus carcajadas, le llegaban los pensamientos de su siervo. Ese obispo había robado dinero de la iglesia en la que ejercía, había abusado de niños a los que luego maltrataba, se había aprovechado de todos los que venían a pedirle ayuda y una larga ristra de actos moralmente dudosos.
A pesar de conocerlo, estaba cabreado por la actitud de aquel ser inferior, que no mostraba respeto por su creador y dueño. Con toda la rabia del mundo estrujó el cuerpo del clérigo creando una bola de sebo, sangrasa y tripas, con furia se la metió en la boca y comenzó a triturarlo. A lo largo de la tarde notó sin cesar la risa del prelado, provocándole revolturas de estómago, hasta ya bien entrada la noche.
Ahora el señor sabía que los obispos se repiten demasiado.