¿Qué pasaría si le dieran un lápiz a un desequilibrado mental?

sábado, 25 de junio de 2016

Figura romboide n.5

(El amotinamiento de mis tripas.)

Se había construido un fuerte con sus restos, para  guarecerse, protegerse, defenderse o pernoctar. Yo, a pesar de su fragilidad, me decantaba por el castillo de naipes. Esperaba en posición fetal un ataque inminente, pero los enchufes se volvieron contra mí.
La niña esparcía con aire inhumano unos huesos con extrañas formas por el suelo. Los lanzaba formando figuras, formando caminos.
Cuando la sorprendí
dormía enroscada
sobre las teclas
de un piano roto.
La guarida se deshizo en diminutas esfinges, que como polvo se quedaron suspendidas en el aire, haciendo remolinos como si fueran candados.

sábado, 18 de junio de 2016

Ecos de las gafas y los juguetes retorcidos.


Me había colocado campanillas por el cuerpo, así a cualquier movimiento por mínimo que fuera sonarían. Era la única manera de reprimir las ganas de sacarme los ojos y clavarlos a la pared, era la única manera de reprimir las ganas de colocar mis intestinos en una bobina de 35 mm.
Forraban los sillones
con la piel de los difuntos;
los acordes me golpeaban
en la cara.
En mitad del trance apareció aquella niña, tenía todos los dientes y llevaba un vestido blanco de comunión, me miró, me sonrió, me ofreció su muñeca sucia. En cuanto tuve en mis manos aquella estropeada muñeca se alejó de mí bailando y saltando.
Cubrían las escaleras
con la saliva de los jugadores;
la tinta
goteaba en mi cráneo.
Ruido de campanas,
ruido de campanas,
ruido de campanas...

sábado, 4 de junio de 2016

Los muñones vaticinaron el final

Los dientes prestados se volvían contra mí, igual que los acordeonistas regurgitaban fragmentos bíblicos en los vasos de las limosnas. Sin embargo, recuerdo que una vez pensé que odiaba la ropa interior y me embargué para comprar un osario donde descansaran mis restos, pero con ellos fabricarán flautas óseas. Por supuesto, sabía lo que era sentir la fatiga de besar los cráneos de los desconocidos, y era comparable a mudar la piel a estornudos o que los excrementos cayeran sobre mí.
Decidí caminar arqueado intentando olvidarme de las cosas, me dirigí por una calle que parecía estrecharse, lo hacía tan lentamente que si no hubiera sido porque ya casi podía tocar la acera de enfrente no me hubiese dado cuenta. Llegué al final, o al menos hasta donde ya mis hombros no me dejaban avanzar más. Y allí estaba él, encorvado, llevaba el sombrero y la ropa roída, la cara destrozada. Grité al ver que había tabaco desperdigado por el suelo formando un charco rojo.
 - ¿Qué te ha pasado? ¿Qué haces aquí? - le pregunté.
 - Ésta puede que sea la última vez que me veas.

Y de los bolsillos sacó los cubitos de hielo que había guardado durante tanto tiempo. Se deshizo en cenizas y sólo quedó su gabardina.