Me había colocado campanillas por el
cuerpo, así a cualquier movimiento por mínimo que fuera sonarían. Era la única
manera de reprimir las ganas de sacarme los ojos y clavarlos a la pared, era la
única manera de reprimir las ganas de colocar mis intestinos en una bobina de
35 mm.
Forraban los sillones con la piel de los difuntos;
los acordes me golpeaban
en la cara.
En mitad del trance apareció aquella
niña, tenía todos los dientes y llevaba un vestido blanco de comunión, me miró,
me sonrió, me ofreció su muñeca sucia. En cuanto tuve en mis manos aquella
estropeada muñeca se alejó de mí bailando y saltando.
Cubrían las escalerascon la saliva de los jugadores;
la tinta
goteaba en mi cráneo.
Ruido de campanas,
ruido de campanas,
ruido de campanas...
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