¿Qué pasaría si le dieran un lápiz a un desequilibrado mental?

sábado, 29 de septiembre de 2012

Bultos ciegos en las yemas


Los reflejos de unas vísperas
con calabazas atómicas
esperan los kilómetros
de unas garras.

El niño atentamente distraído
sabe desenterrar
a muertos que ocupan su eternidad
leyendo a Miguel de Mañana.

Para los días que empato
con los de un lechón
haciendo la comunión
ya no sé si coserme las amígdalas otra vez.

Bebe de su vino
y le dan a entender que es Cristo,
pero no resucita,
ni en la salsa de setas.

Todos saben, incluso él,
que el señor que calla
a los hoyos
merece una calavera en sus molares.

La lectura no fue agradable,
una mala traducción para invidentes;
acabó girando sus pulgares
en el cosquilleo de diminutos golpes de tambor.

sábado, 15 de septiembre de 2012

¡nê!

A Javier Izquierdo Reyes

Para su último libro Enrique Alcabia decidió visitar a Augusto Andrade, un presidiario condenado a cadena perpetua por haber matado a más de treinta personas y que recibía tratamiento psiquiátrico.
- Tranquilo, no se preocupe –intentó relajarle el carcelero, a pesar de que éste no mostraba signos de preocupación–, es inofensivo si sigue estas pequeñas indicaciones –comenzó a enumerar ayudándose con los dedos de la mano–: Primero, al final de cada intervención añada la coletilla “nê”; segundo, no le nombre “al señor de gabardina que fuma por en pipa”, a pesar de que le pregunte por él; y tercero, no cometa el error de decir su nombre. ¿Lo ha entendido?
- Sí, muchas gracias.
- Pues entonces, acompáñeme. 
- Veo, que se ha fijado. Sí, soy yo. Aunque no acostumbro a hacerlo, le firmaré un autógrafo si lo desea.
- ¿Qué dice?
- Sí, soy Enrique Alcabia.
- No lo conozco.
- Sí, el catedrático y gran literato.
- Lo siento, no me suena.
- Me estoy regodeando con el populacho desde el primer momento. Ya noto la inspiración, adiós a los años de sequía –susurró para sí.
- ¿Perdón?
- Nada, nada.
- Bueno, acompáñeme.
El carcelero se metió por un pasillo oscuro, mientras Enrique Alcabia lo seguía. Abrió una puerta que descubrió una pequeña habitación llena de fregonas, escobillones y muchos productos de limpieza.
- ¿No es precioso? –preguntó el carcelero.
- ¿Pero qué es esto?
- Un cuarto de limpieza.
- Pero yo quería ver a Augusto Andrade.
- Tranquilo, relájese, el preso no se escapará, está encerrado. Admire esta belleza, observe como los palos de los escobillones, perfectamente alineados, esperan a ser sostenidos por unas manos firmes y comenzar a barrer. Mire esos paños que esperan ser empapados en lejía. ¿No le dan ganas de masturbarse?
- Quiero ver a Augusto Andrade.
- Para ser escritor y catedrático aprecia muy poco la belleza cuando la tiene delante. A ver, venga –dijo mientras salía del cuarto–. Su celda está por allí, es la número 5681. Aquí tiene la llave, no se olvide de cerrar, que si no se nos escapa.
- ¿No me va a acompañar?
- No. Es muy modosito, no se preocupe; no le lleve la contraria y lo tendrá todo solucionado -le comentaba ya de espaldas.
Siguió las indicaciones del carcelero hasta que vio la celda que llevaba en un cartel el número 5681 hecho con fideos.
- ¿Le gusta? –le preguntó un hombre de gran estatura con un pelo a medio rapar, una enorme cicatriz en el lado derecho de la mejilla y unas cicatrices de cortes en los brazos–. Lo he hecho yo. 
- Sí, es muy bonito.
- Entre, entre… ¿Le han dado la llave?
- Sí.
- ¿Ha sido el señor de gabardina que fuma en pipa?
- No, no, ha sido el carcelero.
- Será necio, encima no tiene gusto para vestirse. Bueno -dijo cambiando de tono–, le han dado la llave, ¿no?
- Sí.
- Pues abra, ¿a qué espera? ¡Siéntese! –exclamó al ver que entraba y se quedaba de pie–. ¿En qué puedo ayudarle?
- Pues resulta que yo estoy escribiendo un libro que se titula Diario de un vendedor de ropa usada, y para inspirarme un poco quería hablar con usted.
- ¿Conmigo? ¿Por qué? ¿Qué tengo yo de inspirador? –preguntó algo ruborizado–. El señor de gabardina que fuma por pipa tendrá muchas más cosas que contar que yo.
- Bueno usted es muy conocido por sus… ya sabe.
- ¿Por mis qué?
- Pues sus… ya sabe, sus asesinatos.
- Pero, ¿qué dice? Eso es una leyenda urbana. ¿Se cree usted realmente lo de los 30 muertos?
- Hombre, salió en las noticias y en el periódico, y está usted aquí.
- Ya ve usted como son los rumores, empieza todo con un insulto cariñoso, pero luego van diciendo que has pegado a alguien y al final acabas metido en estos fregados.
- Entonces, ¿usted no ha matado a nadie?
- …por cierto, ¿el carcelero le ha dicho algo del “nê”?
- Sí.
- ¡Mierda! ¿Y lo dice ahora? Se me ha olvidado por completo. Bueno esta vez lo pasaré por alto, porque yo también me he despistado, pero utilícelo a partir de ahora.
- Oiga, pero usted está esquivando mis preguntas. ¿Ha matado o no ha matado a alguien?
- ¡No ha utilizado el “nê”! ¡Se lo dije! ¡Se me había olvidado, pero luego se lo dije! ¡Se lo dije! –exclamó levantándose, dando un golpe en la mesa y comenzando a gritar–. Utilícelo a partir de ahora, por favor –dijo completamente relajado.
- Vale, nê.
- Así me gusta.
- ¿Y usted no utiliza el nê? Nê
- No, y no rechiste porque me vuelvo a cabrear, ¿eh?
- Vale, vale. Ahora dígame, ¿mató o no mató usted a esas personas? Nê
- Le voy a explicar, el gran problema es nuestro sentimiento de superioridad, nos sentimos individualmente superiores con el resto de nuestros congéneres, pero también nos sentimos superiores como raza, e incluso como especie. Sin embargo, no somos otra cosa que una plaga, estamos en el último rango con respecto a las demás especies que habitan el planeta; las ratas o las cucarachas, a las que detestamos, están en un escalafón superior. Somos escoria, incluido usted y yo.
- No sé muy bien a qué viene esto, pero estoy completamente en desacuerdo con usted, los humanos hemos hecho muchas cosas buenas.
- Nada más lejos de la realidad, nosotros no hacemos cosas buenas, si hacemos algo es para sentirnos bien con nosotros mismos, como un acto masturbatorio, todo lo hacemos por este principio. Incluso, voy más allá, los buenos actos son en realidad falsos buenos actos. Le explico: cuando ayudamos a nuestros semejantes hacemos que nuestra plaga sea más estable, mientras que cuando la ayuda no va dirigida a nuestros congéneres no es otra cosa que una enmendación de errores.
- Es usted un poco nihilista y misántropo, pero el ser humano ha conseguido desarrollar cosas buenas, como la literatura. No sé si se lo he dicho, pero yo soy escritor. Nê.
- Sí, lo conozco, Enrique Alcabia, he leído cosas suyas, y como escritor es usted una basura. Le diré incluso que la literatura, sobre todo en su caso, es un método masturbatorio.
- Oiga, que yo he recibido muchos premios. Nê.
- Se me olvidaba como catedrático también es usted una basura. 
- ¿Me está faltando? ¿A mí? Yo que he venido con la mejor intención del mundo, intentando acercarme a los menos favorecidos, y así me lo paga.
- ¡No ha dicho Nê! – comenzó a gritar enfurecido - Usted ha estado toda su vida en una burbuja escribiendo sus pulcras novelas, y ahora viene con su áurea figura a evangelizar al populacho, pero usted no sabe que ese dorado que reluce no es sino una cascara de chatarra. ¡Basura!
- ¡Insolente! ¡Desvergonzado!
- ¡No ha dicho Nê! – gritó rojo de furia – ¿Sabe qué le digo? Pronto me darán la condicional y lo mataré, juro que lo mataré. No me importa volver a la cárcel, pero lo mataré –lo agarró del cuello de la chaqueta y lo acerco a su cara, para luego soltarlo de un empujón al suelo–. ¿Me ha oído? Lo mataré.
Enrique Alcabia se había quedado petrificado en el suelo mientras Augusto Andrade daba golpes y rompía todo a su paso, hasta que un muchacho de barba apareció de la nada paseando pensativo con las manos detrás de la espalda. Al ver al asustadizo escritor sentado en el suelo lo saludó alegremente:
- ¡Hola!
- ¿Quién es usted?
- "La cuestión aquí, si es que su ego le ha dejado escuchar alguna palabra ajena, no es quién soy yo, sino quién es usted. La Kábala nos lleva siglos señalando que “no hay que jugar al espectro, porque se llega a serlo”, y tengo enfrente a la prueba viviente de que no sólo llega, en efecto, a serlo, sino de que es capaz de olvidar que lo es sepultándose bajo un montón de convenciones y etiquetas prestigiosas. Él, al fin y al cabo, no ha hecho más que glosar su pertenencia a una especie vanidosa que dibuja el mundo como una pirámide en cuyo vértice superior tiene la indecencia, al menos en Occidente, de ubicarse –piense en el Génesis, pero piense también en Darwin: por doquier la ciencia y la religión proyectan el complejo de ombligo del ser humano. Le explicó entonces cómo la tendencia humana a la egolatría se proyecta incluso en su relación con sus congéneres y, para ello, deconstruyó casi derrideanamente nuestros conceptos de solidaridad, caridad y demás subespecies de lo que se nos ha mostrado como la mano perfecta para nuestro onanismo mental. Usted ha sido el eslabón final de su reflexión, como concreción, al fin y al cabo, en su doble manifestación, particular y arcaica, de catedrático y literato, de lo más execrable del ser humano. Ni se le ocurra decir una palabra, aún no he acabado: cierre esa boca y baje ese dedo. Estamos en una cárcel-psiquiátrico: aquí todos hemos sido ya juzgados y sentenciados; usted, simplemente, está recibiendo su veredicto. Ha sido declarado culpable de orgullo, soberbia y vanidad, de petulancia y estrechez mental, de jactancia y egolatría. Vive como pseudointelectual al servicio de un sistema injusto que perpetúa para su propio beneficio –un intelectual orgánico, como diría Gramsci-, y cuyas imposturas ha tomado como un catecismo que día a día se empecina en transmitir. Si tuviese usted la mitad de las capacidades y virtudes de las que presume, hace tiempo que se hubiese planteado que la cultura no es más que un conjunto de discursos que un grupo de privilegiados ha pactado como lo más representativo de una comunidad, y que, por lo tanto, está plagada de los desequilibrios e injusticias. Usted ha elegido ser parte de ese conjunto de privilegiados para continuar cometiendo las mismas injusticias y perpetuando los mismos desequilibrios y, lo que es aún peor, decidió, además, hacer arte, y generar escritos sobre los que otros privilegiados como usted pontificarán para convertirlo en un autor canónico, en un ejemplo a seguir para los demás. Obsérvese por un momento, sin embargo. Su renuencia a decir Nê al final de cada frase, tomándolo, al fin y al cabo, como un rasgo más de locura y alienación de su interlocutor, muestra a las claras la falta de sensibilidad lingüística y humana de un pseudointelectual incapaz, en su ceguera, de observar el cambio que su uso produce en todo el sistema lingüístico y, por lo tanto, en toda una cosmovisión; imposibilitado, en suma, para jugar y contemplar cómo el juego es capaz de desmitificar y derruir el mundo para edificar un mundo nuevo en donde aquellos que olvidaron el canto, como lo llamaría Keyes, puedan volver a cantar. Es usted quien merecería estar en esa celda con una hilera de cortes en sus brazos y no él. Aunque, bien pensado, podría ser peor: podría haber usted captado desde hace mucho tiempo todo cuanto le he dicho y, sin embargo, haber hecho caso omiso en aras de resguardar sus queridos galones de adalid de la cultura. En ese caso, merecería usted, sencillamente, que le arrancase poco a poco cada centímetro de su carne entre profundas vaharadas de opio hasta que acabe muriendo, tras horas de agonía, sin poder más que esbozar una tímida sonrisa de felicidad en medio de un dolor indeciblemente inenarrable –lo recorrió con una mirada de desdén-. Espero que le hayan servido de algo mis palabras. Si no, en su próxima novela, ensayo o artículo, ahórquese usted en una T o empálese en alguna I,  como usted escoja, y déjenos en paz. Adiós… -se alejó con una sonrisa entre burlona e indignada mientras sacudía la cabeza de un lado a otro." *

* Izquierdo Reyes, Javier, Conversaciones con Iván W. Kuia y otros intelectuales, El columpio Ediciones, Guargacho (Tenerife), 2003.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Mi experiencia paterna era acorde con las normas preestablecidas.


Cómo buen padre cuidé de una sandía papillera hasta su adolescencia.
Como buen carroñero intentó sacarme los ojos una vez dejó de necesitarme.
No la dejé, y por ello fui juzgado por el señor de gabardina.
Pernocté en los acordes disonantes de una mala canción hasta completar mi etapa larvaria.
Luego me enteré que mi antigua mascota había enviudado; cómo era de prever no le di mi más sentido pésame.
No la llamé, y por ello fui juzgado por el señor de gabardina.
Vino volando otra vez hacia mí acompañada de una orquesta de viento y percusión.
Había aprendido una extraña danza con la que pretendía extraerme los pulmones.
No la besé, y por ello fui juzgado por el señor de gabardina.
Así que con su ayuda la corté en tajadas hechas en proporción del tamaño de cada instrumento.
Todos comimos, cantamos y reímos a costa de mi descendencia.