Los
dientes prestados se volvían contra mí, igual que los acordeonistas
regurgitaban fragmentos bíblicos en los vasos de las limosnas. Sin embargo,
recuerdo que una vez pensé que odiaba la ropa interior y me embargué para
comprar un osario donde descansaran mis restos, pero con ellos fabricarán
flautas óseas. Por supuesto, sabía lo que
era sentir la fatiga de besar los cráneos de los desconocidos, y era comparable
a mudar la piel a estornudos o que los excrementos cayeran sobre mí.
Decidí caminar arqueado intentando
olvidarme de las cosas, me dirigí por una calle que parecía estrecharse, lo
hacía tan lentamente que si no hubiera sido porque ya casi podía tocar la acera
de enfrente no me hubiese dado cuenta. Llegué al final, o al menos hasta donde
ya mis hombros no me dejaban avanzar más. Y allí estaba él, encorvado, llevaba el sombrero y la
ropa roída, la cara destrozada. Grité al ver que había tabaco
desperdigado por el suelo formando un charco rojo.
- ¿Qué te ha pasado? ¿Qué haces
aquí? - le pregunté.
- Ésta puede que sea la última vez
que me veas.
Y de los bolsillos sacó los cubitos de hielo que había guardado durante
tanto tiempo. Se deshizo en cenizas y sólo quedó su gabardina.
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