¿Qué pasaría si le dieran un lápiz a un desequilibrado mental?

sábado, 19 de mayo de 2012

La larga lista de espera en la charca del señor


“Así es que un día, fatigado de marcar el paso en el sendero abrupto del viaje terrestre, y de andar tambaleándome como un ebrio a través de las catacumbas oscuras de la vida, alcé lentamente mis ojos spleenizados, que cercaban sendos círculos azulinos, hacia la concavidad del firmamento, y me atreví a escudriñar, yo tan joven, los misterios del cielo.”
Los cantos de Maldoror (Canto II: 8), Conde de Lautréamont. 


Comenzó a ascender hacia el reino de los cielos, su rostro mostraba la felicidad de haber llevado una vida enteramente cristiana. Al atravesar una nube, noto el olor pútrido de unas aguas encharcadas; justo al notar en la coronilla el líquido viscoso, sintió que algo no iba bien.
En el lago se quedó flotando con el resto de cuerpos, esperando el momento. Se preguntaba si aquello era el infierno, se preguntaba que había hecho para haber acabado allí, flotando en las aguas fétidas del cielo. 
Mentalmente comenzó a enumerar sus buenas acciones: iba a misa todos los domingos, rezaba por todos sus congéneres, ayudaba a quien podía, daba los buenos días a todo aquel con quien se cruzara, no engañó nunca a su esposa, a quien quiso hasta el final de sus días, colaboraba…
Sin esperárselo, notó como una pezuña le atravesaba el pecho y lo elevaba, sacándolo del agua empozada. Siguió diciendo sus buenas obras, pero el olor nauseabundo hizo que su voz no se oyera.
Tenía enfrente al Señor, sentado en un trono de excrementos y sosteniendo un báculo de fémures; tenía enfrente al mismísimo Dios, a quien había rezado todas las noches pidiéndole únicamente salud. Una sonrisa de dientes podridos abofeteó su cara, el ruido del olor no dejaba que se oyeran sus lamentos; pero el que siempre había sido dueño de su vida le mandó un pensamiento «¡Cálmate! Eres mío, siempre has sido mío, por eso me voy a alimentar te ti».
Con la uña del otro pie levemente rozó un pene, que tenía la apariencia de un minúsculo colgajo arrugado por el agua; por ahí lo atravesó y como si se tratara de una brocheta comenzó a comérselo desde la cabeza, hasta tragárselo completamente, casi sin masticar.
Sin embargo, no había saciado su hambre, por lo que apuntó con la afilada uña de su pie derecho y ensartó esta vez a un obispo que se reía en el más tremuloso silencio.
El señor conocía el motivo de sus carcajadas, le llegaban los pensamientos de su siervo. Ese obispo había robado dinero de la iglesia en la que ejercía, había abusado de niños a los que luego maltrataba, se había aprovechado de todos los que venían a pedirle ayuda y una larga ristra de actos moralmente dudosos.
A pesar de conocerlo, estaba cabreado por la actitud de aquel ser inferior, que no mostraba respeto por su creador y dueño. Con toda la rabia del mundo estrujó el cuerpo del clérigo creando una bola de sebo, sangrasa y tripas, con furia se la metió en la boca y comenzó a triturarlo. A lo largo de la tarde notó sin cesar la risa del prelado, provocándole revolturas de estómago, hasta ya bien entrada la noche.
Ahora el señor sabía que los obispos se repiten demasiado.

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