Ya las últimas chuletas, esquivando los picotazos, subían reptando sobre los peldaños óseos.
Entre los huesos astillados unas pelusas que me resultaban familiares animaban en agudísimos gritos ininteligibles.
La velocidad con la que mi ropa se deslizó hasta la escalera era equivalente al número de muertos dividido por sus huesos más el peso neto de la gallina.
Desde el final de la escalera, que no se veía, se escuchaba el jolgorio producido por el encuentro.
Eran ahora mis pelos los que en juguetones saltos la fintaban provocando una trémula nube de plumas.
Tan desnuda como yo, la gallina me miraba fijamente con ojos de trenes saliendo a toda máquina por dos túneles.
En mi turno de esquivarla me llevé tales picotazos que acabaron con mis pies; esta pérdida de equilibrio me llevó a besar el suelo.
Después de todo no era tan mala, pues con sus plumas cosidas tapó mis miembros inexistentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario