sábado, 30 de junio de 2012
La reunión católica.
Una vez al mes como mínimo, Victoria organizaba una fiesta, pero no una fiesta cualquiera, era de carácter católico y la organizaba en la iglesia de su pueblo. Hablaba con el párroco, gran conocido por ella, quien también estaba invitado a la fiesta, cumpliendo la labor de moderador; allí, en la casa del señor, se organizaba aquella reunión. Aunque suene poco común se hacían siempre por la noche, por lo privado de la ceremonia, sólo unos pocos podían asistir a ella.
Todos los preparativos estaban ultimados, y pronto comenzarían a llegar los invitados, quienes serían recibidos en primer lugar por el cura; entre los asistentes no había ni una sola mujer, todos eran hombres que comprendían edades entre los 16 y los 30 años. Victoria esperaba en el altar mientras los invitados pasaban por una pequeña prueba antes de entrar en la capilla. Todos se pusieron en fila y al ponerse enfrente del párroco tenían que desprenderse de sus ropas y dárselas a un monaguillo que colocaba cuidadosamente en unas estanterías preparadas para tal función. El cura se agachaba delante de ellos y con un metro medía los miembros de los invitados; para pasar la prueba era necesario que estuvieran en erección y además sobrepasar como mínimo los 18 centímetros. Aquel que no superara la prueba, sería echado a empujones, ni siquiera le devolvían la ropa; fueron varios los que tuvieron que abandonar cabizbajos la iglesia. A los que superaban satisfactoriamente la cata, se les daba un apretón en el pene y se le rociaba con agua bendita, luego eran invitados a continuar.
El primero en pasar fue un muchacho flaco que apenas alcanzaba los 18 años, con una enorme timidez dio los primeros pasos, al alzar la vista hacia el fondo pudo observar a Victoria tumbada en el altar. Llevaba los labios pintados de un rojo intenso, vestía un conjunto de ropa interior rojo y negro, con unas medias de encaje y unos zapatos de tacón a juego con el resto de la ligera indumentaria.
El muchacho casi a punto de la taquicardia, pero aun así completamente excitado, muy lentamente fue acercándose a ella, quien lo invitaba con una sonrisa nada inocente. Ella rondaba los 40 años, y a pesar de haber tenido dos hijos nada se le había descolocado de su sitio, sus pechos seguían siendo redondos, sus muslos y sus nalgas aun lucían firmes y apretados.
Cuando el muchacho comenzó a subir los escalones del púlpito, ella bajó, y arrodillándose ante él agarró su miembro, que probablemente superaba los 20 centímetros, y comenzó a masturbarlo suavemente. Él no dejaba de temblar, quizás por el frío de la húmeda iglesia o quizás por los nervios que le provocaba ella. Muy pronto comenzaron a entrar uno a uno más hombres que se unían en coro alrededor de ella; tocaban con desesperación la zona que podían, algunos privilegiados llegaban a agarrarle los pechos, los muslos, la espalda, mientras otros se conformaban con el pelo o los zapatos. No tardaron mucho en destrozarle salvajemente la poca ropa que llevaba, dejándola completamente desnuda, sin embargo ella no se inmutaba, seguía masturbando a aquel joven inseguro. Muchos comenzaron a tocar su sexo, otros intentaban lamerlo metiendo la cabeza entre las manos, otros se dedicaban a intentar estrujar sus pechos, pellizcar sus pezones, apretar sus nalgas; mil manos se peleaban por tocarla sin que ella prestara atención a los magreos.
De buenas a primeras, y sin que el muchacho se lo esperara introdujo su falo en la boca y comenzó a realizarle una felación, nadie se explico cómo más de 20 centímetros entraron enteros hasta su garganta. Mientras, el cura y los monaguillos conocían bien su función, provistos de látigos azotaban a todo aquel que intentara sobrepasarse antes de tiempo; por el momento sólo podían tocarla, o como mucho lamerla.
Otro falo, este más pequeño, arriesgándose a llevarse un latigazo, se acercó a la cara de ella; sin embargo recibió también los goces de su boca, quedando el otro en segundo plano, aunque no por mucho rato, pues al ponerse de pie le susurró al muchacho al oído:
- ¡Fóllame!
Decidido, ya sin temblar, la apoyó sobre el altar, alejándola de todos aquellos que intentaban rozarla o lamerla. Con el culo en pompa y desde atrás comenzó a penetrarla, mientras ella jadeaba fuertemente abriendo la boca. Un falo aprovechando la apertura de sus labios, se subió al altar poniéndose de pie sobre él y se introdujo dentro de ella, comenzó a buscar su atragantamiento.
La virgen miraba desconsolada aquella estampa sin poder siquiera acariciarse la entrepierna ante una imagen tan excitante. Unas lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas y unos rugidos a madera comenzaron a escucharse en el fondo de la figura, pero nadie lo escuchó; todos estaban concentrados en su tórrida tarea.
Muchos se subieron encima del altar y utilizaban el pelo de Victoria para rozarlo contra sus falos. El párroco cogió a dos de los hombres que no encontraban hueco, obligó a uno a que le lamieran el ano de aquella mujer que estaba en pleno orgasmo, mientras que el otro lamería la vagina; a pesar de sus reticencias por tener que lamer tan cerca del joven que no paraba de embestirla violentamente, fueron castigados con el látigo hasta que no les quedó más remedio que acceder. El muchacho agarraba firmemente sus pechos, mientras los demás se dedicaban a golpearla con sus penes erectos esperando su turno para satisfacerla. Pronto el muchacho fue retirado y se le dio la oportunidad a otro para que la penetrara, igualmente fue sustituido el que ocupaba su boca.
Estaban esperando aquel momento, muy pronto tenía que pasar, siempre ocurría; uno de los hombres se había acercado al ano de ella con intención de penetrarla; solamente le dio tiempo a apoyar su glande contra el estrecho agujero de Victoria, pues el cura se acercó y sacando un cuchillo le cercenó el pene, solamente pronunció:
- ¡Zona prohibida!
Salió gritando de la iglesia dejando un reguero de sangre a su paso, pero nadie se inmutó; era algo que ya se había advertido desde el principio, él se lo había buscado. El cura regó con la sangre del pene mutilado a los asistentes, mientras ellos se la extendían a ella por todo el cuerpo.
Llegado el momento, el cura con ayuda de los monaguillos por medio de poleas y engranajes bajó un Cristo crucificado; cuando le quitó la tela que cubría sus partes se descubrió un extraño mecanismo. Por uno de los muslos sobre salía una pequeña pestaña de hierro, al retirarla un enorme falo de madera sobresalió de entre las piernas cruzadas de Jesús. Entonces, ayudada por los dos monaguillos fue subida a la cruz y poco a poco la dejaron descender hasta que el dildo de madera se enterró completamente dentro de ella, apoyándose en un pequeño soporte donde también descansaban los pies de Jesús. Gracias a unas argollas instaladas a los laterales ella subía y bajaba, dándose así placer con el santísimo consolador.
Los dos monaguillos arrastraron unos enormes soportes con escalones que pusieron a los extremos, estos ponían a los hombre con el pene a la altura de su cara; de dos en dos, cada uno por una plataforma fueron subieron y eyaculando encima de Victoria y de Cristo. Cuando subieron los últimos ella ya estaba completamente empapada en la simiente de todos aquellos hombres, sin embargo ella no paraba de fornicarse a Cristo.
Pronto no tuvo más remedio que bajar, ya que los curas le hicieron una señal que significaba que pronto amanecería y comenzarían a llegar las señoras en busca de la paz con Dios. Al bajar ayudada ahora por unas monjas que habían salido de detrás de la capilla, comenzaron a lamerla tragándose así todo el semen que llevaba encima, otras viendo que no había espacio para meter su cabeza entre las otras, se subieron a las plataformas y comenzaron a lamer a Cristo. Las demás fueron a por la sangre derramada, poniéndose de rodillas y lamiendo el suelo con entusiasmo. Todo quedó limpio para la misa de por la mañana.
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