Los reflejos de unas vísperas
con calabazas atómicas
esperan los kilómetros
de unas garras.
El niño atentamente distraído
sabe desenterrar
a muertos que ocupan su eternidad
leyendo a Miguel de Mañana.
Para los días que empato
con los de un lechón
haciendo la comunión
ya no sé si coserme las amígdalas otra vez.
Bebe de su vino
y le dan a entender que es Cristo,
pero no resucita,
ni en la salsa de setas.
Todos saben, incluso él,
que el señor que calla
a los hoyos
merece una calavera en sus molares.
La lectura no fue agradable,
una mala traducción para invidentes;
acabó girando sus pulgares
en el cosquilleo de diminutos golpes de tambor.