sábado, 2 de febrero de 2013
Confesión matrimonial de Federico Ferigi (envuelta en pequeñísimos candados).
Jacqueline, amor mío, ha muerto Enrique Alcabia. No, no digas nada, sé que dirás que yo no tuve nada que ver, a pesar de que organicé mal la fiesta… escucha antes de hablar… sí que tuve que ver; podía haber contratado más prostitutas, seguro que así todos hubieran estado más entretenidos y a nadie se le habría ocurrido acabar de esa manera una fiesta. Si he de ser sincero, no me puse triste cuando lo mataron, es más, me alegré. ¿Qué dices? No, no me caía mal, pero se merecía morir. No, no, nunca hizo nada malo, pero tampoco bueno. Mira, Jacqueline, si me vas a contradecir, no te cuento nada. ¡Escucha! Es que yo tenía ganas de matarlo, y no lo hice porque era el anfitrión, pero si no, allí mismo le hubiera pegado un tiro en la sien, ¿Qué digo? Lo hubiera abierto como se abre a los lechones antes de asarlos, y hubiera esperado a que se desangrara. No estoy enfermo, ¡Jacqueline, no lo estoy! ¿Qué pasa, nadie puede desear la muerte de otra persona? ¿No lo entiendes, princesa? Lo podía haber pintado ahí, tirado en el suelo, desangrándose, con una mueca que nunca un vivo podría poner; incluso podría haber pintado la sangre con su propia sangre, podría haber traspasado la frontera que creó Magritte, porque podría haber dicho eso sí que es sangre. ¡Qué estúpida eres! Nunca entiendes nada. A ese hombre lo tenía que haber matado yo, y ahora tengo ganas de matar a su asesino, y no por venganza, sino por haberme quitado la oportunidad de poder matar a alguien. ¡Jacqueline, necesito matar a alguien! Es una necesidad que todo artista debe tener y no debe reprimir; me quitaron poder matar a Enrique Alcabia, pero mi próxima víctima no me la van a quitar. ¡No! ¡No quiero un yogurt! ¡Sabes que me sientan mal los lácteos! ¡Si no fueras una muñeca, Jacqueline, ya te hubiera matado!
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