En una ventana antigua de madera, de esas que resisten cuatro o cinco eternidades, además barnizada varias veces; que pertenecía a un ayuntamiento construido a finales del siglo XVIII, tosco y enorme, con dos bustos incrustados en su estructura, que nadie conocía; que pertenecía a un pueblo de no muchos habitantes, todos serios llevando sus pequeñas cargas diarias…
Allí, se asomó el alcalde, vestido de flamenca en tonos rojos y negros, lo que siempre había deseado y nunca había podido, porque le decían que con su enorme tripa no le quedaba bien el traje. Alongado al balcón incitó con gritos a todo el pueblo a que se acercaran, cuando vio que todos con caras de confusión lo miraban gritó:
- ¡Señores! ¡Señoras! ¡cacatúas! - al oír esto una señora con la nariz muy grande se ofendió y se largó ladrando. – dios ha dejado de creer en nuestra existencia. ¡Ahora somos libres! ¡Ahora no somos nada!
Pasaron cinco segundos de silencio, contados por el reloj del señor de bigote violeta; pero entonces justo cuando las viejas bizqueando lanzaron un grito al cielo y el cristal del hombre de escafandra se empañó, un rayo proveniente del cielo rojizo atravesó al alcalde, dejándole los pelos del pecho que se le insinuaban por el escote de punta, cayendo así fulminado.
- ¡Ahora soy yo el nuevo Dios! – se oyó en el cielo mientras un dedo enorme con las uñas sucias de una sustancia de color verde pizarra los señalaba.
La chica de pequeñas calaveras hizo la danza de la muerte, pero de nada sirvió. No comprendían que ahora pertenecían al niño con el experimento ganador del concurso de ciencias de primaria.
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