Nuestro querido protagonista de este relato era un muchacho normal en todo lo posible, a quien sus padres desde el primer momento en que nació lo llamaron Rovento Enalba Acorín. Tuvo una infancia normal, igual a la de los demás niños de su edad, corría, jugaba y a veces se tropezaba dentro de su propia vida.
El día de su décimo octavo cumpleaños celebró una fiesta para invitar a sus amigos más cercanos. Cual fue su sorpresa cuando vio que la noticia de que festejaba el aniversario de su nacimiento corrió como la pólvora, ya no sólo en su pequeño pueblo, si no en todo el país. Asistieron a su cumpleaños miles de personas, algunos no sabían ni siquiera que se celebraba.
Ante todo aquello Rovento estaba muy asustado, así que con intención de calmar el ambiente, y promovido por su precavida madre, se subió a una silla para que todos lo vieran y lo oyeran bien, con las manos de forma abocinada gritó:
- ¡Hola a todos! ¡Antes que nada me gustaría darles las gracias por venir!
Al oírlo hablar tan bien todos aplaudieron, sacudieron las manos, gritaron piropos exagerados, tiraron confetis y bailaron danzas de la alegría. Todos lo celebraban a pesar de que nadie estaba escuchando lo que el preocupado muchacho decía.
- ¡…no tengo sitio, ni comida para todos!
Al escucharlo otra vez, la gente enfervoreció todavía más, muchas personas mayores sufrieron golpes de calor con sus consecuentes desmayos, también deshidrataciones y bajadas de azúcar. El ayuntamiento del lugar, como preveía la importancia del acto acondicionó una carpa de emergencia con una flota de diez ambulancias.
- ¡Por favor, voy a tener que pedirles amablemente que se vayan!
Fue esta vez, al volver a tomar la palabra cuando la gente ya no pudo más y se abalanzó sobre él. Algunos le daban besos, abrazos, otros intentaban hacerle felaciones en su falo flácido, debido a lo comprometedor de la situación. Todo se complicó cuando empezaron a tirar varios grupos por sus diferentes miembros, dislocándole las extremidades. Como no consiguieron nada, comenzaron a morderlo, mientras otros directamente utilizaban cuchillos jamoneros, navajas y cortaúñas.
La madre del muchacho, impontente gritaba moviendo las manos, pero no pudo evitar que se cebaran finalmente con el pobre Rovento, tiñendo de sangre su desgraciado cumpleaños. Los que pudieron se llevaron de recuerdo su lengua, un dedo, sus testículos, o cualquier otra parte de su desmembrado cuerpo, dejándole a su madre una uña del pie mordisqueada.
El día de su décimo octavo cumpleaños celebró una fiesta para invitar a sus amigos más cercanos. Cual fue su sorpresa cuando vio que la noticia de que festejaba el aniversario de su nacimiento corrió como la pólvora, ya no sólo en su pequeño pueblo, si no en todo el país. Asistieron a su cumpleaños miles de personas, algunos no sabían ni siquiera que se celebraba.
Ante todo aquello Rovento estaba muy asustado, así que con intención de calmar el ambiente, y promovido por su precavida madre, se subió a una silla para que todos lo vieran y lo oyeran bien, con las manos de forma abocinada gritó:
- ¡Hola a todos! ¡Antes que nada me gustaría darles las gracias por venir!
Al oírlo hablar tan bien todos aplaudieron, sacudieron las manos, gritaron piropos exagerados, tiraron confetis y bailaron danzas de la alegría. Todos lo celebraban a pesar de que nadie estaba escuchando lo que el preocupado muchacho decía.
- ¡…no tengo sitio, ni comida para todos!
Al escucharlo otra vez, la gente enfervoreció todavía más, muchas personas mayores sufrieron golpes de calor con sus consecuentes desmayos, también deshidrataciones y bajadas de azúcar. El ayuntamiento del lugar, como preveía la importancia del acto acondicionó una carpa de emergencia con una flota de diez ambulancias.
- ¡Por favor, voy a tener que pedirles amablemente que se vayan!
Fue esta vez, al volver a tomar la palabra cuando la gente ya no pudo más y se abalanzó sobre él. Algunos le daban besos, abrazos, otros intentaban hacerle felaciones en su falo flácido, debido a lo comprometedor de la situación. Todo se complicó cuando empezaron a tirar varios grupos por sus diferentes miembros, dislocándole las extremidades. Como no consiguieron nada, comenzaron a morderlo, mientras otros directamente utilizaban cuchillos jamoneros, navajas y cortaúñas.
La madre del muchacho, impontente gritaba moviendo las manos, pero no pudo evitar que se cebaran finalmente con el pobre Rovento, tiñendo de sangre su desgraciado cumpleaños. Los que pudieron se llevaron de recuerdo su lengua, un dedo, sus testículos, o cualquier otra parte de su desmembrado cuerpo, dejándole a su madre una uña del pie mordisqueada.