Aquella mañana de misa parecía normal, como las de todos los domingos. Todos llevaban sus mejores galas en el día del señor, trajes almidonados, cabelleras enlacadas y otras engrasadas, nubes escandalosas de perfume se movían rectamente ordenadas en dirección a la parroquia.
Algunas monjas esperaban la llegada del párroco en primera fila con sus caras iluminadas por el dorado retablo, mientras los fieles iban entrando en la casa del señor y sentándose en silencio, como si los santos, Cristo y la propia virgen mandaran a callar, o como si el agua bendita derritiera sus lenguas convirtiéndolas así en buenísimos cristianos.
La iglesia se iluminó más todavía cuando apareció el cura sonriendo de manera extraña, mostrando sus palmas por encima de su cabeza, haciendo con su llegada que los espectadores abrieran más sus ojos.
Se acercó al micrófono con intención de dirigirse al público, aunque de su boca no salió ninguna palabra. Sin parar de mostrar sus pequeñas bombillas, bajó el micrófono a la altura de su cintura, o quizás un poco más abajo. Extrañados por el gesto, los asistentes comenzaron a cuchichear entre ellos.
El cura se giró dando la espalda y se agachó para recoger algo que nadie vio, pero en vez de ponerse en pie se levantó la sotana, mostrando ante los gritos su culo, que había estado celosamente guardado incluso de los médicos.
Aquellos gritos fueron acallados por una homilía de aerofagia, y dieron paso a las lágrimas por parte de muchos de los presentes. Las pobres monjas, confusas, no sabían si taparse los ojos o los oídos, una optó por meterse en posición fetal bajo los bajos, mientras otras golpeaban sin ritmo acordado sus cabezas contra los asientos.
Todo lo reinaba un aire apocalíptico, salvo por una de las monjas que sin inmutarse sonreía ante aquel espectáculo, incluso se permitía soltar algunas pequeñas carcajaditas, disimuladas por el ruido de tambores y cornetas que dominaba la iglesia.
Efectivamente, o Cristo sangraba láudano o alguien había aliñado el vino consagrado.
Algunas monjas esperaban la llegada del párroco en primera fila con sus caras iluminadas por el dorado retablo, mientras los fieles iban entrando en la casa del señor y sentándose en silencio, como si los santos, Cristo y la propia virgen mandaran a callar, o como si el agua bendita derritiera sus lenguas convirtiéndolas así en buenísimos cristianos.
La iglesia se iluminó más todavía cuando apareció el cura sonriendo de manera extraña, mostrando sus palmas por encima de su cabeza, haciendo con su llegada que los espectadores abrieran más sus ojos.
Se acercó al micrófono con intención de dirigirse al público, aunque de su boca no salió ninguna palabra. Sin parar de mostrar sus pequeñas bombillas, bajó el micrófono a la altura de su cintura, o quizás un poco más abajo. Extrañados por el gesto, los asistentes comenzaron a cuchichear entre ellos.
El cura se giró dando la espalda y se agachó para recoger algo que nadie vio, pero en vez de ponerse en pie se levantó la sotana, mostrando ante los gritos su culo, que había estado celosamente guardado incluso de los médicos.
Aquellos gritos fueron acallados por una homilía de aerofagia, y dieron paso a las lágrimas por parte de muchos de los presentes. Las pobres monjas, confusas, no sabían si taparse los ojos o los oídos, una optó por meterse en posición fetal bajo los bajos, mientras otras golpeaban sin ritmo acordado sus cabezas contra los asientos.
Todo lo reinaba un aire apocalíptico, salvo por una de las monjas que sin inmutarse sonreía ante aquel espectáculo, incluso se permitía soltar algunas pequeñas carcajaditas, disimuladas por el ruido de tambores y cornetas que dominaba la iglesia.
Efectivamente, o Cristo sangraba láudano o alguien había aliñado el vino consagrado.
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