El humo que comenzó a salir del capó no le dejaba ver nada, así que como pudo tuvo que aparcar de cualquier manera y bajarse, tanto él como su mujer. Estaban en un pueblo que ninguno de los dos conocía.
- ¿Alberto, te suena de algo este pueblo?
- Ni idea. – contestó a la pregunta de su mujer con brusquedad. – ¡Encima nuestras vacaciones se acaban de estropear!
- No te preocupes, en este pueblo tiene que haber algún mecánico.
- Sí, hay uno al otro lado del pueblo. – contestó una señora mayor que no se habían percatado que estaba escuchando su conversación.
- ¿Quién es usted? – preguntó Alberto.
- Una linda muchacha del lugar, pero no estoy interesado en ti; aparte de que estás comprometido, yo ya tengo un apuesto muchacho que me desposará.
- ¿Pero qué dice esta señora? – le preguntó Ángela a su marido por lo bajo.
- Perdone, pero soy “señorita”.
- Claro, claro. ¿Cómo decía que podíamos llegar al taller mecánico?
- Si, tienes que llegar a la plaza del pueblo, luego vas como hacia el muelle y al bordear la playa sigues hacia la primera calle que veas. Pregunten por “El mecánico Pepe, conocido en el mundo entero”, si le dicen otra cosa se negará a arreglarles el coche.
- Gracias, señorita.
La pareja se puso en camino, hasta que un señor descalzo y con un caminar gelatinoso se acercó a ellos con intención de interrumpirlos:
- ¡Oigan! ¿Ustedes qué hacen aquí?
- ¿Perdone? – dijo Ángela.
- Ni perdone, ni leches.
- ¿Pero quién es usted? – preguntó Alberto.
- Yo soy el trabajador.
- ¿Y de qué trabaja?
- De nada, pero por aquí me llaman así. Ahora contesten a mi condenada pregunta, o me veré obligado a sacar mi sombrero de cuerda hecha de una soga con la que se suicido un señor en el pueblo.
- ¿Y qué nos va a hacer con ese sombrero?
- Nada, pero infunde terror, sobre todo cuando utilizo la palabra… ¡Suicidio! – exclamó abriendo al máximo sus ojos y colocando las manos en forma de garras a la altura de su cara.
- Pues a nosotros se nos ha estropeado el coche, lo tenemos aparcado en aquella cuesta, vamos ahora al mecánico, a ver si nos lo puede arreglar.
- Vale, entonces, despejen la zona. – dijo mientras se dirigía hacia la otra acera y se ponía a dormir.
- Que gente más extraña hay aquí…, deberíamos ir al mecánico para que nos arregle el coche y marcharnos cuanto antes de este lugar. – susurró Ángela al oído de su marido.
- Estoy de acuerdo contigo.
Caminaron diez minutos hasta que dieron con el taller mecánico, allí un señor flaco y bajo entonaba una extravagante canción, la cual trataba sobre su amor exagerado hacia los animales.
- ¿Es usted El mecánico Pepe?
- ¡No! – gritó agitando los brazos.
- ¿Es usted El mecánico Pepe, conocido en el mundo entero? - preguntó Ángela, propinándole un codazo a su marido.
- Si, señorita, soy yo y este es mi taller. ¿Qué desea? – dijo señalando al interior.
- Resulta que tenemos un problema, se nos ha averiado el coche justo en este pueblo…
- ¿…y crees que es casualidad? – preguntó interrumpiendo.
- Perdone, ¿Qué ha dicho?
- Nada. Le arreglaré el coche. ¿Me podría indicar dónde está?
- Bueno, la verdad, es que no conozco mucho este…
- Está al lado de la carretera principal. – dijo la vieja que les había indicado el taller al principio.
- Déjenme las llaves y yo mismo lo iré a buscar, estará listo mañana a última hora.
- ¿Mañana a última hora? – preguntó asombrado Alberto. – pero si no sabe lo que tiene estropeado.
- Eso da igual, tardará lo que tenga que tardar. Pueden quedarse en una pensión que hay aquí cerca, la familia que lo lleva es muy simpática y seguro que los tratará muy bien.
- Así pueden aprovechar y ver el pueblo, que es muy bonito. Les aconsejo que vayan al muelle. – añadió la vieja. – mi hijo, Robertillo, les enseñará este lugar.
- No nos queda otro remedio, más vale perder un día del hotel que todas las vacaciones. – dijo por lo bajo Ángela.
Pronto apareció un hombre gordo y barbudo que saludó a los dos extranjeros efusivamente; luego, con un sonido gutural indicó que lo siguieran. Éste les llevó a ver el muelle donde unos viejos sostenían una caña sin inmutarse.
- ¿Han pescado mucho? – preguntaron a los pescadores.
- Si, puedes mirar tu mismo el cubó.
Alberto se asomó al cubo y allí vio unas enormes bragas, un cuerno, varios clavos donde habían inscrito palabrotas variadas, maquinillas de afeitar y una bombilla encendida.
- ¡Buena captura! – exclamo el grasiento guía.
- Gracias, Robertillo, dale saludos a tu madre, anoche me lo pasé muy bien con ella.
- Yo también, que buena es… - añadió el otro pescador que se encontraba al lado.
Después de dar una vuelta por el pueblo que no duró más de quince minutos, el guía los volvió a llevar al mismo sitio y mantuvieron la misma conversación que antes. Los forasteros se asombraron pero no dijeron nada, cuando el hombre les indicó que seguirían caminando, no tardaron más de quince minutos en volver al muelle, para revivir la misma situación, salvo porque los pescadores no llevaban ahora pantalones. Hicieron lo mismo entre ocho y diez veces, hasta que Alberto, indignado le pidió que les indicara donde estaba la pensión, argumentando que estaban algo cansados. Al llegar vieron una edificio exento al resto de casas y decorada con botas viejas pegadas a las paredes a las que pacientemente habían pegado millones de pelos rizados.
- Robertillo, ¿Qué tal estás? Dile a tu madre que venga esta noche, que llevo algunos días muy estresado.
- Vale, pero dame alguna propinilla.
El dueño le extendió algunas monedas y casi no habían caído en la mano del hombre, cuando este echó a correr calle abajo. Subieron a la habitación que les habían indicado y allí encontraron una mujer protuberante, a la que le faltaba media dentadura y llevaba la cabeza desgarbada. Ésta empezó a gritar, un chillido que parecía de alegría, mientras saltaba y sus pechos le golpeaban en la cara.
- ¡Qué alegría! ¡Acuéstense! ¡Acuéstense! Verán que cama más cómoda, pero cuidado con las ratas, a veces se apoderan de la cama.
- ¿Quién es usted? – preguntó la muchacha algo indignada por el día tan duro que habían tenido.
- Venga que me acuesto con ustedes.
- Váyase fuera, por favor, que queremos descansar.
Finalmente, tras mucho insistirle la mujer decidió marcharse y dejar a los turistas que descansaran tranquilos. No tardaron mucho en irse a la cama y mucho menos en dormirse a pierna suelta.
Al despertarse, no sólo encontraron a la mujer que el día anterior no quería irse, sino al dueño y a todos los que se habían ido encontrando por el pueblo, incluidos los pescadores y el hombre que había hecho de guía. También estaba un señor barbudo, con el pelo largo y unas enormes gafas de culo botella, que no paraba de mirar había los pechos de la muchacha, mientras se acercaba a ellos cada vez más y no paraba de babear.
- ¿Qué hacen?
- Mirarles, parecen angelitos. ¿Podemos acostarnos nosotros también? – grito la señora que les había recibido en la habitación el día anterior.
- ¡El coche lo tienen ya listo! – gritó el mecánico.
- Alberto, vístete y vámonos ya de aquí.
- Muy bien, por favor, salgan para prepararnos y poder ir a buscarlo.
Ninguno de ellos hizo caso, así que no les quedó otro remedio que arreglarse mientras aquellos extraños pueblerinos les observaban. Fueron todos en una procesión hasta el taller, a la que se unió más gente. Allí aplaudieron, rieron, cantaron, bebieron y comieron, pero los turistas esperaban serios hasta que les dieran el coche.
- ¡Bueno! – gritó el mecánico. – ya va siendo hora de que les dé el coche. ¡Allí lo tienen! – añadio señalando a una esquina del taller donde se encontraba un triciclo.
- Pero si eso no es nuestro coche, el nuestro es el que está al lado.
- No, señorita, su coche es ese. Mire, pruebe la llave. – le contestó dándole unas llaves de plástico.
- Nos están timando, Alberto.
- Da igual, vamos, súbete, larguémonos de aquí.
Los dos turistas se subieron en el triciclo y como pudieron salieron huyendo de aquel pueblo maldito. Los aldeanos se despedían con gritos, jolgorios y unos bailes un tanto ridículos.
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