Escuchaba
el cantar
de
los sombreros,
la
sonata de los sexos marchitos
y
aun así sentía las penas de 1865.
Avanzaba
por unas escaleras infinitas, mientras sus ojos clavados en mi nuca me
juzgaban. Tenía deseos con lo que me encontraría al final, pero sospechaba lo
que me esperaba.
Las
gabardinas, los rabos,
las
pipas, los bigotes
parecían
no existir.
Un
niño con voz
tosca
auguraba mi futuro
y
se llevaba mis miembros
en
una maleta de viaje.
Una
lluvia de dientes caía sobre mí, provocando un trágico final, o un grito
desesperado. No tenía cara, y por eso prefería sentir los candados, o los
remolinos de toallas en las adversidades del despertar.
Las
gabardinas, los rabos,
las pipas, los bigotes
parecían
no existir.
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